Desesperada, una mujer llamó al centro de asistencia al hogar, donde yo trabajaba. Un problema con la calefacción había convertido la casa que alquilaba en un congelador con muebles. Me preguntó aterrorizada qué hacer para proteger a sus hijos. Sin pensar, repetí automáticamente la respuesta establecida: «Múdense a un hotel y envíele la cuenta al dueño de la casa». Enojada, colgó el teléfono.