Filemón 1.1-21 | A veces, una situación
difícil puede hacernos desear huir. A menos que mantengamos los ojos fijos en
Cristo y nuestra confianza anclada en la Palabra de Dios, la desesperación por
encontrar alivio nos tentará a tomar el asunto en nuestras propias manos. Eso
fue lo que hizo Onésimo. Era uno de los millones de esclavos que había en el
Imperio romano, y llegó el día en que decidió que ya estaba harto. Pero no solo
huyó, sino que también robó a su amo.
Aunque Onésimo pensó que estaba trazando su
propio curso huyendo a Roma, Dios dirigió su camino hacia el apóstol Pablo,
quien lo condujo a Cristo. En su intento por liberarse, Onésimo descubrió la
alegría de convertirse en un devoto siervo de Cristo. Ahora Jesús era su
Maestro y su Señor, y eso significaba que tenía que corregir su falta y
regresar a su amo terrenal. Puesto que los esclavos fugitivos enfrentaban la pena
de muerte, Pablo intercedió en su favor con una carta a su amo Filemón, un
creyente que, al parecer, él había conducido a la fe.
Hasta cierto punto de su vida, Onésimo no
había cumplido con su nombre, que significa “útil” o “provechoso” (vea Fil
1.11). Pero Cristo cambió su vida, y lo convirtió en un “hermano amado” que
sirvió a Pablo durante el encarcelamiento del apóstol (Fil 1.16).
La historia de Onésimo demuestra cómo
trabaja la mano soberana de Dios, incluso cuando estamos decididos a ser
nuestro propio amo. Una vez que nos arrepentimos y nos rendimos al Señor, Él
redime nuestros fracasos y los usa para su gloria. Las cosas que recordamos con
vergüenza ahora se convierten en ejemplos de la gracia y del poder de Dios para
transformar vidas.
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