Cuando nuestra nieta Sarah era pequeña, me explicó lo que sucede cuando morimos: «Solo tu rostro se va al cielo, no tu cuerpo. Te dan un cuerpo nuevo, pero conservas la misma cara».
El concepto de Sarah era la interpretación de una niña, por supuesto, pero captó una verdad esencial: en cierto sentido, nuestros rostros son un reflejo visible del alma invisible.
Mi madre solía decir que una mirada enojada podía algún día congelarse sobre mi rostro. Era más sabia de lo que creía. Un ceño fruncido, una expresión enojada en nuestra boca o una mirada artera en nuestros ojos pueden revelar un alma miserable. Por otro lado, los ojos amables, una mirada bondadosa y una sonrisa cálida se transforman en las marcas de una transformación interior.
No podemos hacer mucho en cuanto al rostro con que nacemos, pero podemos hacer algo sobre la clase de persona en la cual nos vamos transformando. Podemos orar por humildad, paciencia, bondad, tolerancia, gratitud, perdón, paz y amor (Gálatas 5:22-26).
Jesús, quiero parecerme más a ti cada día.
No hay nada como la belleza de un corazón amoroso.
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