Las
riquezas y las glorias terrenales no dan la verdadera felicidad ni la paz al
corazón. En su vejez el emperador Carlos Quinto dejó la gloria de este mundo
para retirarse a un monasterio; tenía la vana ilusión de que allí encontraría
el descanso que jamás había conocido.
El poeta
alemán Goethe, colmado de honores y dignidades por los grandes de este mundo,
en el ocaso de su vida reconoció que nunca había estado dos días realmente
feliz.
¡Cuántos artistas, sabios y personalidades
célebres, adulados por los hombres y colmados de honores, murieron con el
corazón destrozado y atormentado!
Sólo Dios puede dar esa paz que todos los
hombres anhelan. Es la paz con Dios, es decir, la paz de una conciencia
liberada del peso del pecado, justificada por la plena aceptación, por la fe,
de la obra y del sacrificio de Jesús: “Justificados, pues, por la fe, tenemos
paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).
Pero
también nos da la paz de Dios, la paz del corazón, la que el Señor Jesús
conocía perfectamente cuando estaba en la tierra. Quiere compartirla con
nosotros: “Mi paz os doy” (Juan 14:27). Esta paz reina en aquel que confía en
Dios y espera en él en todas las circunstancias de su vida: “Por nada estéis
afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios… Y la paz de
Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros
pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7).
(Amen,Amen)
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