“En aquellos días, como creciera el número
de los discípulos…” (Hechos 6:1). Permíteme establecer el ambiente, el
trasfondo para este pasaje de la Escritura. Fue en los primeros días de la
Iglesia, probablemente sólo semanas o, como mucho, unos meses después de
Pentecostés; y la Iglesia había visto un crecimiento explosivo.
¡Tres mil personas se habían salvado en un
día! Ellos comenzaron a reunirse en casas y no sólo los judíos sino que los
gentiles estaban siendo salvos. También los samaritanos y los etíopes se
estaban convirtiendo en creyentes, por lo que varias culturas se unieron,
culturas que no estaban acostumbradas a estar juntas en absoluto.
De hecho, estos nuevos creyentes estaban
muy segregados racialmente y no se llevaban bien unos con otros. Se habían
perseguido y difamado unos a otros; y ahora, de pronto, se encontraron
mezclados en el mismo Cuerpo de Cristo: Salvos, santificados, llenos del
Espíritu Santo de Dios, trabajando juntos. Y todo iba bastante bien.
Era tan extraño. En Pentecostés, la gente
no sólo oía a otros hablar en su propio idioma, sino que ahora veía personas
que no eran de su propia raza, género, nacionalidad, ni de su mismo trasfondo,
adorando juntos, sirviendo juntos, amándose unos a otros. Este tipo de amor,
dijo Jesús, es: “La clase de amor que hará que le mundo sepa que ustedes son
Mis discípulos. Y este es el tipo de amor que hará que la gente crea en Mí”.
Cuando estamos haciendo lo que hemos sido
llamados a hacer, alcanzar a los perdidos, haciéndolo con este tipo de amor,
sirviéndonos unos a otros con este tipo de mentalidad de satisfacer la
necesidad, entonces el mundo va a ser conducido y atraído hacia Él.
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