Una obra de teatro se compone de varios
actos. Vistos por separado y sin relación alguna, los actos no pueden contar
una trama. Solo ver la obra de principio a fin da coherencia a la historia que
se representa. Sirva esta metáfora para ilustrar nuestra propia vida. Nuestra
existencia es una sucesión de actos, donde se nos permite actuar con libertad y
donde podemos, sin dudas, desempeñar un papel pésimo, mediocre o excelente.
Los actos aislados parecen no tener
relevancia unos de otros, pero hay un momento donde todo cobra significado. La
obra de nuestra vida puede ser pobre y lamentable, o atractiva y positivamente
aleccionadora. Esto no parece importarle a mucha gente, viven como si se
tratara de ellos nada más, pero la vida no es un monólogo donde actúa uno solo,
es un escenario de multitudes y cada intérprete cuenta.
La generosidad, ayudar a otros, cuidar de
los más desfavorecidos por la sociedad, son actos que deben estar presentes en
nuestra pieza teatral de la vida. Que cada acto que interpretemos sinceramente
refleje compasión, misericordia, amor para los demás. Es posible vivir así,
debería ser el tipo de conducta que uno viera a menudo, pero en estos casos hay
más espectadores que participantes. Si el orden en esas proporciones fuera
diferente, si fueran solo unos pocos los que no actúan para beneficio de otros,
tuviéramos noticieros televisivos encantadores. La policía jugara un papel
ornamental en las ciudades y el noventa por ciento de las cárceles se
convertirían en colegios y universidades.
No podemos hoy mismo acabar con el hambre
del mundo pero podemos terminar con toda mezquindad personal. No podemos
suprimir el egoísmo, pero podemos darnos a nosotros mismos. No hay razón para
creer que la justicia será para todos, pero podemos evitar cometer actos
inicuos. El odio seguirá en la tierra, pero no en nosotros, ni la envidia, ni
los celos, ni ninguna otra cosa que haga de nuestra vida una parodia ridícula
de lo que podemos ser en Cristo. Imitemos su ejemplo, militemos según sus
principios y haremos de nuestro entorno un sitio mejor. Dejemos de pensar que
otros deben hacerlo, no dejemos de ser sencillos por nada en el mundo.
Jimmy Carter, ex presidente de los EE.UU
nunca ocultó su fe. Se codeaba con los dignatarios del mundo y con los
poderosos, pero no dejó nunca de relacionarse en igualdad de condiciones con la
gente común. Se ha dicho de él que era mejor persona que presidente y sus
muchos esfuerzos por la paz y el bienestar en el mundo le hicieron merecedor
del premio Nobel de la paz en 2002. Carter, a pesar de su posición y sus
múltiples responsabilidades presidenciales siguió dictando su clase semanal de
Escuela Dominical en su iglesia Bautista donde asistía, y una vez al mes le
tocaba cortar el césped de los jardines de la iglesia mientras a la primera
dama, su esposa Rosalynn, le tocaba limpiar los baños en el interior. Ejemplos
de que se puede seguir siendo misericordioso y humilde sin importar en qué
parte de la cadena evolutiva social se esté. No defiendo políticas, ni a
presidentes, pero sé reconocer ciertas actitudes dignas de imitar en cualquier
ser humano.
Una ambición noble sería vivir para servir
a los demás. Para ello debemos darnos primero nosotros a Dios y al prójimo,
luego será fácil dar todo lo demás. Que cada acto de nuestra vida vaya sumando
felicidades a la trama de nuestra existencia, para que al final de la obra,
tengamos certeza de haberlo hecho bien. Acopiemos fuerzas para realizar buenas
obras y ayudar a los demás en todo lo que nos sea posible. De tales actos se
agrada Dios. Sí porque la obra que representamos tiene un primer público, Dios.
Si le mostramos nuestro amor a través de nuestro vivir y le hacemos sonreír,
todos los años sumados en una vida serán recuerdos gratos de fe.
Allí, en la presencia del gran Rey, vitorearemos
felices en redención completa. Allí nuestras buenas obras serán probadas. Si
fueron hechas en amor e integridad, saldrán intactas y allí recibiremos
recompensas inimaginables de parte de nuestro Dios. La suma de todos los
pequeños actos dará como resultado el asombro angelical y la aprobación segura
de nuestro Dios. Ni siquiera puedo imaginar cómo alguien quisiera perderse
esto.
Autor: Osmany Cruz Ferrer
Escrito para www.devocionaldiario.com
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