Tengo la dicha de disfrutar todavía de mis
cuatro abuelos. Son todos octogenarios vigorosos, bisabuelos ya por varias
ocasiones, y lúcidos consejeros que bendicen mi vida y la de mi familia. Cada
uno de ellos tiene sus matices que le hace personas únicas y extraordinarias,
pero todos en su diversidad traen consigo una interesante costumbre heredada de
la generación que le precedió: para ellos nada es desechable.
Todo tiene un valor intrínseco que le permite
ser reutilizado una y otra vez. Este noble hábito les hace ser, en ocasiones,
anacrónicos para una nueva generación que cada vez se inclina más al
consumismo. Hoy todo es prescindible, carente de valor si sale un modelo mejor
al mercado.
Tengo la impresión que ellos son más
dúctiles para comprenderme que lo que puedo serlo yo para con ellos. Les digo
que tiren una vieja radio que ha estado en la familia por cuatro décadas y
adquieran una nueva más compacta, con reloj digital incluido, y me sonríen
compasivamente. La radio funciona perfectamente, dicen, y reloj tenemos, pero
cuando compramos esta radio tuvimos que hacer grandes sacrificios. La radio
vale más que dinero, a ella están asociadas ilusiones y eventos de la vida que
relacionamos cada vez que la vemos. Entonces comprendo, no se trata de las
cosas, va más allá de lo superficial y evidente. Esta filosofía de vida la han
aplicado a sus matrimonios. Mis abuelos maternos y paternos ya han celebrado
las bodas de oro y van a por más años juntos si el Señor así lo dispone. Ni
carencias, ni guerras, ni las crisis han podido separarlos. Su vínculo no es
caducable, están comprometidos el uno con el otro hasta la muerte.
Cuando miro a mi alrededor, tengo la
impresión de que su manera de ver el mundo es aleccionadora y ejemplar.
Tendríamos más si deseáramos menos y si hiciéramos algo con lo que ya tenemos.
Este tipo de lecciones no la enseñan los ministros de economía, pero podemos
aprenderlas. Pienso en estas cosas y no puedo evitar considerar a Dios y su
manera de obrar en nosotros. No somos mejores que otros, ni más audaces, ni más
inteligentes, ni más carismáticos, sin embargo, somos tan valiosos para Dios
que somos especiales e irremplazables “por el puro afecto de su voluntad”
(Efesios 1:5). Pablo lo enseñó así a los Corintios: “Pues mirad, hermanos,
vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos
poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para
avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a
lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es,
para deshacer lo que es”(1 Corintios 1:26-28).
Él nos escogió y eso nos da valor. No es lo que somos, ni lo que hacemos, es su amor por nosotros. Tal conocimiento desconcierta nuestra comprensión más elemental. Pasan los años y Dios no va cambiando de parecer, no sustituye a sus desgastados obreros, sino que les da valor eterno con su compañía perenne. Somos propiedad de Dios. Él nos adquirió con su sangre. Valemos por lo que pagó por nosotros, por lo que significamos para él. No importa si otros no lo ven, da igual si otros me infravaloran. Somos propiedad del rey de reyes, lo que somos en Cristo no caduca, porque Dios ha puesto en nosotros eternidad.
Autor: Osmany Cruz Ferrer
Escrito para www.devocionaldiario.com
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