A veces pensamos que somos lo
suficientemente maduros, y dejamos de dar importancia a ciertas actitudes que
no son de muy buen agrado. Estas siguen operando en nosotros y, si no se
corrigen, pueden hacernos fracasar.
Las personas se ciegan y no quieren
reconocer sus debilidades, negándose rotundamente. Muchas veces es por el
orgullo, el cual no nos permite aceptar lo que vaya en contra de nuestro propio
concepto, pues el orgulloso se piensa mejor que los demás y que todo lo que
hace está bien.
Cuando decimos a un orgulloso que no está
bien lo que hace, lo asume como una afrenta personal; cree que se lo dicen por
envidia o por celos. En ningún momento baja la cabeza y reconoce lo que está
operando en él. El orgulloso puede estar en necesidad y prefiere morirse antes
de pedir ayuda. Su corazón está lleno de altivez; no conoce qué es la humildad.
Por eso, aunque un orgulloso haga lo mejor, a Dios no le agrada.
Si hay orgullo, renunciemos, porque tarde o
temprano Dios nos humillará y la vergüenza será peor. Adonde no quisimos ir nos
llevará, tendremos que hacer lo que no quisimos; porque Él va a enseñarnos que
el Cielo no se gana con orgullo sino con humildad.
Pastora Montserrat Bogaert
Carlos M. Thompson R.
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