miércoles, 11 de abril de 2012

Junto a la cruz


Recordemos a quienes estuvieron allí y su importancia 
Por los escritores de En Contacto
Ilustrado por Jeff Gregory
La crucifixión de nuestro Señor y Salvador es fundamental para la fe cristiana. Reunimos aquí estos breves bosquejos de algunas de las personas que estuvieron involucradas en lo que sucedió aquel Viernes Santo, con la esperanza de que reflexionemos más profundamente sobre el regalo maravilloso de lo que Jesús hizo por nosotros.


Los líderes religiosos
En este tiempo de altibajos laborales, muchas personas han enfrentado el temor y la crisis que se producen cuando se pierde un empleo. Los principales sacerdotes, los ancianos y los escribas lo habrían entendido. Esa inquietante perspectiva los había estado preocupando durante tres años y medio cuando Jesús comenzó a enseñar y contrastar su mensaje con el de ellos (Mt 5.20; 7.29).

Angustiados por el cambio que veían venir, los líderes religiosos concluyeron: “Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” (Jn 11. 48). Les gustaba su estilo de vida. Un nuevo régimen podía significar pérdida de posición, o al menos un nivel social menos prestigioso.

A menudo, pensamos en los líderes religiosos como personas que rechazaban a Cristo, pero muchos de ellos realmente creían en Él. Sin embargo, temían tomar posición a favor del Señor (Jn 12.42, 43). Por eso, aunque con frecuencia estaban en desacuerdo entre ellos sobre filosofía religiosa, fariseos y saduceos se unieron en su común deseo de preservar el statu quo. ¿Su solución? Deshacerse de Jesús.
Junto a la cruz, los líderes religiosos asumieron que sus valiosas posiciones estaban ahora a salvo. No fueron capaces de reconocer que su posición espiritual era igual a la de todos los demás: pecadores necesitados de un Salvador. Solo tenían que renunciar a su apreciado estatus humano para recibir otro mucho más grande: de herederos de Dios y partícipes de su gloria (1 P 5.1).

La multitud
El Señor había llegado a ser muy conocido por los milagros que llevaba a cabo entre el pueblo (Lc 23.8). Pero la gente consideraba también que algunos de sus comentarios eran escandalosos, como su afirmación de que era el Hijo de Dios, y las palabras que ellos distorsionaron, como la amenaza de que destruiría el templo (Jn 2.19-21; 10.30, 31).

Debido a que mucha gente estaba de acuerdo con los milagros y las enseñanzas de Cristo, los líderes religiosos, que sintieron que Él era una amenaza a su autoridad, tramaron su muerte en secreto para no despertar sospechas (Lc 22.2). Más tarde, los principales sacerdotes “incitaron a la multitud para [pedir a Pilato que] les soltase más bien a Barrabas” en vez de Jesús (Mr 15.11). Y el fluctuante populacho obedeció.

Sin embargo, a pesar de su influencia, el poder no le pertenecía al pueblo. Le pertenecía al supremo Juez, quien permitió que un débil e indigno tribunal crucificara, no simplemente a un hombre famoso, sino a la única Persona que tenía el poder de liberar a la humanidad de las ataduras del pecado y la muerte.

Los soldados
Primero azotaron a Jesús. Luego se burlaron de Él llamándolo “Rey de los judíos”, poniéndole una corona de espinas puntiagudas, y vistiéndolo de púrpura, el color de la realeza. Finalmente, lo clavaron en una cruz junto a dos delincuentes. Mientras Jesús colgaba delante de ellos, los soldados se dedicaron a tener una vulgar exhibición de codicia: ¿Quién se quedaría con sus vestiduras?

Partieron sus vestidos, pero decidieron que la túnica del Señor era demasiado valiosa para hacer lo mismo (Jn 19.23, 24). Al echar suertes por su ropa, su acción revela unos corazones que se habían vuelto insensibles a la vida humana, y endurecidos a las cosas divinas.

Al ocuparse de Cristo sin más esfuerzo del que requerían sus obligaciones, se burlaron de su muerte, rifándose sus pertenencias —una distracción momentánea de su trabajo, con el moribundo Jesús simplemente como trasfondo de su frívolo entretenimiento. Insensibles al profundo sufrimiento en su entorno, los soldados demostraron, sin proponérselo, su necesidad de un Salvador para que volvieran a ser verdaderos seres humanos. Cristo era el Único que podía restaurar en ellos la imagen y semejanza del Dios misericordioso y dador de vida.

El centurión
Ejecutar a criminales en Palestina era el trabajo del oficial romano que presidió la crucifixión del Señor Jesucristo. La coraza que cubría su corazón tenía el sello de su amo, César, el emperador de Roma. Era un honor ser un centurión, un valeroso guerrero a cargo de cien valientes soldados entrenados para defender al Imperio Romano. En cruces como las que estaban frente a él, se habían cumplido innumerables sentencias con el propósito de preservar la paz.

Pero el Señor Jesús no era como otros criminales que él había visto. Desnudo, azotado y ensangrentado, este Hijo del Hombre no había luchado por su vida como otros. Tampoco había rogado o maldecido. Incluso, después de que los militares echaron suertes sobre sus ropas y mojaron con vinagre su boca reseca, no imploró clemencia.

Cuando el Señor Jesucristo, finalmente, dio un grito con el último aliento que le quedaba (Lc 23.46) y la tierra comenzó a temblar, algo pareció cambiar en el corazón y la mente del centurión. Lo único que pudo decir, fue: “¡Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!” (Mr 15.39 NVI).

María Magdalena
Ella observó la crucifixión desde lejos. ¿Qué significaría la crucifixión para ella, ahora que Jesús había muerto?
Antes de encontrarse con Cristo, María Magdalena había estado poseída por siete demonios. Es difícil imaginar una condición espiritual peor que ser prisionera dentro del propio cuerpo: la de ser juzgada tan mal del todo, que tenía que vivir marginada del resto de la sociedad.

Jesús le había dado a María una nueva vida, no solo al expulsar de ella los demonios, sino además al acogerla en su redil. De ser una mujer marginada por la sociedad, pasó a ser parte del grupo de los acompañantes de Cristo en los viajes que Él hacía enseñando y sanando a las personas (Lc 8.1, 2).

A ciertos espectadores que estuvieron junto a la cruz pudo haberles parecido que María se había dejado engañar por las palabras de un lunático, de un hombre que se creía Dios. Pero en ese momento, Jesús estaba probando que era realmente Dios al enfrentar y derrotar a los peores enemigos del hombre: el pecado y la muerte. Solo tres días después Él volvería y le pediría a María Magdalena que le acompañara una vez más compartiendo el milagro de la nueva vida, libre ella ya de las garras de Satanás (Jn 20.17).

Las mujeres que ayudaban a Jesús
Entre los muchos seguidores del Señor Jesucristo, había un grupo de mujeres fieles que acompañaron al Señor hasta el final, algunas de los cuales daban ayuda económica al ministerio del Señor. Lea más sobre ellas en el artículo “Un dolor santo”, en la página 16 de esta revista.

María, la madre de nuestro Señor
La primera preocupación de una madre es proteger a su hijo. Ese hecho hace que sea difícil imaginar cuán doloroso debió ser para María soportar la crucifixión. Al igual que las otras personas que estaban junto a la cruz, ella miraba a su hijo colgado en el instrumento romano de humillación y tortura. Pero, a diferencia de los que estaban allí para ver el espectáculo de su muerte, o incluso de quienes lo habían amado como Maestro, María lo había llevado en su vientre y experimentado el gozo de mecerlo entre sus brazos. Ella había aliviado sus heridas, y lo había visto crecer en sabiduría —guardando y atesorando todo en su corazón (Lc 2.19, 47-51). Durante treinta años, habían compartido juntos las sencillas comodidades del hogar y disfrutado del compañerismo y el amor mutuos. Mientras ella se ocupaba de sus necesidades físicas, Él proveía para ella con su trabajo de carpintero, el oficio que había aprendido de su padre terrenal, José. Tal vez esos recuerdos de su bebé envuelto en pañales la sostenían, ahora que debía enfrentar el verlo en ropa mortuoria. Pero, lo que era más importante, podía confiar en las promesas del Todopoderoso. Porque ella sabía, desde que era muy joven, que “su misericordia es de generación en generación a los que le temen” (Lc 1.50).

El discípulo Juan
La última instrucción de Jesús antes de la resurrección, fue dirigida a María y a su discípulo amado. El doble mandato: “Mujer, he ahí tu hijo… [y a Juan] he ahí a tu madre”, fue una orden que simbolizaba el nuevo lugar de los creyentes en su reino (Jn 19.26, 27). En este momento, fue revelada la promesa de Juan 14.20: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros”. El decir que Juan era el hijo de María, significaba que el discípulo participaba ahora en la vida de su Maestro, y que era coheredero de la vida en Dios (Ro 8.17). En cierto modo, este momento es simbólico para todos los creyentes que proclaman a Jesús como Señor: crecemos en la semejanza a Cristo como hijos e hijas del Padre celestial, y como coherederos con el Hijo en su reino.

La declaración era también una afirmación de perdón y compasión. Juan, al igual que los otros discípulos, había abandonado a su Maestro en el Getsemaní, pero solo él regresó para presenciar el sacrificio de Cristo. En este momento, Jesús no solo perdonó la falta de convicción de Juan, sino que también le confió a su amada madre. Pensemos en esto: aun en el Gólgota, mientras experimentaba un sufrimiento que nadie es capaz de comprender, Jesús impartió gracia y misericordia. Él sigue haciendo esto con todos los que vienen al Calvario. Quienes están dispuestos a ponerse al pie de la cruz y aceptar su voluntad para sus vidas, pueden, al igual que Juan, experimentar las incontables bendiciones que dan generosamente esas manos perforadas por los clavos.

El ladrón
Viendo cómo marchaba Jesús a su muerte en el Gólgota, y a la multitud que iba detrás de Él, en un primer momento el ladrón se unió a los que se burlaba de Jesús, diciendo: “¡Bah! Tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz” (Mt 27.44; Mr 15.29, 30).
Pero, por alguna razón, en lo más profundo de este criminal cuyo nombre no sabemos, algo cambió, quizás cuando escuchó orar a Jesús, respirando trabajosamente: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23.34).

En medio de la ceguera del mundo, la revelación de Dios vino a un criminal colgado en una cruz: Este hombre era realmente el Mesías, el Rey, el Salvador, el Señor. El ladrón fue tocado por Cristo, y sus ojos fueron abiertos. Su última petición estuvo llena de humildad y esperanza, aun cuando osadamente llamó al Hijo de Dios con una familiaridad inesperada. “Jesús”, le dijo, “acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (v. 42).

Mientras que los discípulos de Jesús habían perdido la esperanza, sin entender su misión, este delincuente entendió que su reino no era de este mundo, y que su muerte, de alguna manera, sería parte del triunfo de Jesús. Este desvalido pecador, que estuvo tan consciente de su imposibilidad de salvarse a sí mismo, nos mostró el camino a todos: él fue el primero en ser sacado de la oscuridad a la luz gloriosa, por el victorioso Jesús.

Nicodemo y José de Arimatea
Muy a menudo, los amigos de toda la vida son aquellos que comparten un pasado de errores similares, y un testimonio de redención común. Nicodemo y José de Arimatea eran, posiblemente, dos hombres así. Cuando cada uno escuchó a Jesús enseñar, algo profundo dentro de ellos les dio testimonio de su origen celestial. Él hablaba como alguien con autoridad, lleno de gracia y de verdad, satisfaciendo la sed profunda que había en ellos. Pero, al mismo tiempo, había un dilema. Otros amigos influyentes de ellos criticaban al hacedor de milagros y satanizaban a quienes lo seguían. Así que, al parecer, los dos decidieron “guardarse sus opiniones” y optar por la seguridad de la aprobación de sus amigos (Jn 19.38, 39).

Pero, a la luz de la cruz, donde comienza siempre la redención, sus corazones deben de haber sentido menos miedo. Aunque habían temido la pérdida de su prestigio social, Aquel que colgaba en la cruz nunca le temió a la pérdida de la vida. Ellos habían evadido la crítica, pero Aquel irreconocible ensangrentado la aceptó, y mucho más, por amor a ellos. Después que Jesús fue retirado de la cruz, José y Nicodemo, movidos por amor, pidieron su cuerpo. Y, como sucede a menudo en los funerales, estos hombres estuvieron más cerca de su Señor en su muerte que lo que habían estado en su vida, y lo sepultaron; su devoción a Él ya no era vacilante, sino plena, realizada.

Un pensamiento final
Al pensar en las personas presentes el día en que nuestro Señor fue crucificado, considere cómo podemos vernos reflejados en cada una de ellas, para bien o para mal. Aunque las actitudes de algunas son más deseables que las de otras, podemos ver que nuestros corazones no están siempre en el lugar que deben estar. ¿Permaneceremos cerca de Él, devotamente, sin importar las consecuencias? ¿O dejaremos que nuestras circunstancias empañen nuestro amor? Cualquiera que sea nuestra situación, hay esperanza para acercarse a Aquel que es poderoso para hacer abundantemente más de lo que somos capaces de pedir o entender (Ef 3.20) cuando nos arrepentimos de nuestros pecados, tomamos nuestra cruz, y le seguimos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.