martes, 10 de abril de 2012

Sin miedo al rechazo



Hay un miedo que casi todos compartimos: el miedo al rechazo, sobre todo cuando viene de la persona que amamos, ya que las heridas son muy dolorosas. Y cuando digo heridas no sólo es en sentido figurado. Investigadores de la UCLA han descubierto que el rechazo detona en el cerebro el mismo tipo de respuestas que el dolor físico. Una de las explicaciones a esta reacción puede encontrarse en nuestra naturaleza más básica. Es quizás una combinación entre el instinto gregario y el deseo de fusionarnos con el origen. Queremos sentirnos parte de algo, de alguien, y necesitamos ser aceptados porque de otra forma las posibilidades de supervivencia se reducen.


Sentirse excluido es un golpe del que no es fácil reponerse, sin embargo las reacciones son muy distintas. Hay quienes lo toman con sentido del humor y siguen adelante pensando: "ellos se lo pierden". Otros lo toman demasiado personal; heridos en el orgullo tienen sentimientos de venganza o invocan al destino para que les haga justicia. Quienes lo tienen más complicado son las personas hipersensibles porque su "termómetro social" no funciona como el del resto de la gente, lo que para otros es un sutil indicador, para ellos es una clara señal de rechazo. Digamos que lo viven por anticipado. Para evitarlo, se esfuerzan tanto en complacer a los demás que terminan generando antipatía o sospecha. La repetición inconsciente de este comportamiento hace que la persona se convenza de que tiene "algo" que resulta desagradable a los demás. Y termina por aislarse para evitar el rechazo.

Dicen los psicólogos que esta mala lectura de las señales habla de una herida profunda que viene de la infancia: maestros muy estrictos, padres negligentes o ausentes, traumas de separación, la llegada de los hermanos... Si bien en otra época estas heridas se sanaban a partir de la convivencia y la fuerza de una sólida red de afecto, en estos tiempos la situación ha cambiado.


Hace menos de 150 años, uno crecía con las mismas personas y moría en el mismo terruño, probablemente entre las mismas cuatro paredes donde había nacido. La pertenencia a un grupo era fundamental para sobrevivir, por lo tanto existían códigos y dinámicas sociales que reintegraban a aquel que se sentía rechazado. Hoy no es así. La idea de vivir lejos de la casa familiar (ya no digamos en otro país) es una posibilidad real. Basta con mirar los criterios de construcción de los nuevos departamentos: minúsculas habitaciones, no más de dos, los espacios de convivencia  reducidos a 5 metros cuadrados...


Y más allá: el rechazo en la era del clic parece ser un acto tan masivo como los correos y las solicitudes que recibimos, de ahí que la selección afectiva en redes sociales también se vuelva un mero acto administrativo. Las relaciones virtuales, lejos de hacernos menos vulnerables al rechazo, provocan una contradicción, ya que nuestro referente afectivo sigue siendo real, corpóreo y presencial.


Si crecemos desacostumbrados al contacto y la pertenencia, ¿qué posibilidades tenemos de afrontar la vida como sociedad? Y a nivel individuo, ¿cómo haremos para superar  un rechazo si cada vez tenemos menos herramientas de convivencia? De ahí al famoso bullying —fenómeno social del que se habla mucho últimamente— no hay más que un resbalón. Los chicos tímidos se ven rechazados y anulados con agresiones que dejan heridas emocionales profundas, a veces irreversibles. Hoy se sabe que estos niños llevarán, como una cicatriz, una tendencia a la depresión y el aislamiento. Por eso es muy importante actuar a tiempo y por varios flancos. El primero, que padres e instituciones tomen consciencia de la gravedad del asunto. Y el más importante: hacerse presentes, participar junto con los niños en actividades colectivas que les proporcionen seguridad, que aumenten su autoestima y les den herramientas para hacer frente a situaciones hostiles en el futuro.


Superar el temor


La herida del rechazo no es necesariamente una tragedia, por el contrario, para alguien consciente de sus emociones, es un termómetro que indica cuándo hay que hacer un ajuste en la forma de relacionarse. Aquí hay algunas estrategias para empezar.


1. Antes de sentir que el rechazo es un destino, hay que evaluar la situación. El que nos traten con frialdad al llegar a un grupo puede ser solamente una primera reacción de prudencia o falta de confianza ante lo nuevo. Tal vez sólo es distracción o indiferencia. No juzguemos por adelantado, pero tampoco esperemos que haya una alfombra roja esperándonos.


2. No hay que esperar que los demás se abran para poder interactuar. Es necesrio abandonar la actitud pasiva y dejar de darle una importancia desmedida a la opinón de los otros, porque eso nos coloca en el rol de víctimas —de los demás y de las circunstancias—. Es fundamental aprender a darse valor a sí mismo, involucrarse en actividades colectivas, hablar y escuchar con atención para evitar malos entendidos que nos devuelvan al círculo vicioso del rechazo. Ponerse en relación con los demás requiere invertir energía y tomar la iniciativa. Aprender a confiar en lo que uno lleva dentro y no depender de la aprobación de los demás es un trabajo largo y profundo, pero vale la pena.


3. Una relación amorosa puede detonar el miedo al rechazo incluso en una persona con buena autoestima. ¿Qué hacer en ese caso? Sin duda, hay que reafirmar al otro pero no a partir de la complacencia o la dependencia. Es fundamental motivar a quien sufre para que encuentre en sí mismo la aprobación que busca en los demás.


4. La acción vence al miedo. El temor a integrarse a un nuevo grupo de personas puede superarse poco a poco. Hay quienes recomiendan prepararse con algunas preguntas (¿a qué te dedicas, dónde vives, cómo elegiste tu carrera, tienes una relación, saliste de vacaciones...?) e ir dispuesto a conversar de igual a igual, sin hacerse expectativas, como si se tratara de un entrenamiento. Sobre todo al inicio no hay que tomárselo personal, si se da una conexión interesante, ésta fluirá sin que uno tenga que hacer demasiado esfuerzo.


Por Luza Alvarado

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