D.L.Moody
escribió: “El Dr. Andrew Bonar me contó cómo en el norte de Escocia, las ovejas
se descarrían hacia las rocas, hasta llegar hasta lugares de donde no pueden
volver. La hierba de estos lugares es muy dulce y a las ovejas les gusta, de
modo que saltan tres o cuatro metros, y cuando no pueden regresar, el pastor
las escucha balando y en peligro.
Pueden estar allí durante días, hasta que se
comen toda la hierba. El pastor espera hasta que están tan débiles que no
pueden permanecer de pie y entonces ata una soga alrededor de él y se lanza a
rescatarlas de las garras de la muerte.”
¿Por qué no
baja a buscarlas apenas llegan a ese lugar? Los pastores las conocen muy bien:
son tan tontas que al llegar el pastor se arrojarían al precipicio y se
matarían.
No puedo
evitar ver un asombroso parecido entre las ovejitas de D.L. Moody y mi propia
vida. Unas cuantas veces me he metido en problemas. Digo, no situaciones
reñidas con la ley ni con las autoridades, pero sí decisiones mal tomadas, esas
pequeñas licencias que nos tomamos,
desobediencias deliberadas atraído por el agradable sabor de las dulces
pasturas del pecado que al principio saben a miel, pero que a la larga se van
enquistando en el alma como hábitos de vida y finalmente se convierten en una
espiral descendente de vicio destructivo liberando las peores notas de un
intenso sabor a hiel.
A veces,
cuando nos hallamos en esas situaciones límite, Dios parece tardarse siglos en
irrumpir en nuestras vidas. Pero lo cierto es que se trata nada más ni nada menos
que de Dios, no de ese súper-héroe de
comics que viene volando al rescate cuando alguien se encuentra en peligro
clamando por socorro.
Dios
irrumpe en nuestras vidas cuando los amigos se han ido y el frío de la soledad
hace estragos; cuando el callejón sin salida de una vida rota nos muestra a las
claras que ya no hay más hacia dónde ir; cuando ya no hay más fuerzas para
seguir luchando y tratando de salvarnos a nosotros mismos; cuando el
quebrantamiento es total, cuando la rendición es incondicional, cuando estamos entregados, tan débiles como
las ovejitas de Moody y sin otra cosa que hacer, más que abandonar mansamente
los despojos de lo que una vez fue nuestra vida en las dulces manos del
Salvador… para que nos rescate como El tenga a bien hacerlo, mas no como
nosotros pretendemos que lo haga.
Hoy ya
hacen casi treinta y cinco años desde aquél día en que siendo un joven ateo y
sin proyectos de vida, me rendí ante su presencia. Lo recuerdo como si fuera
ayer, no obstante tener que haberme rendido una y otra vez más en el transcurso
de todos esos años. Me asombra el hecho de invitarle a vivir en mi corazón, de
abrir esa puerta para que El entre y venga a morar en mi vida. Ver mi interior
con los ojos de Dios no resulta ser cosa fácil ni mucho menos agradable… Pues
bien, esa es la clase de interior que Jesús visita, espera que abramos, en el
que viene a morar y aguarda que le entreguemos.
Después de
todo, no solo eligió cómo se iba a llamar, el día, la hora y el lugar donde iba
a nacer en un remoto confín del imperio, sino que también eligió un pesebre
para irrumpir en la historia de este mundo.
Nada le
impide entonces, aguardar a la puerta de un corazón como el mío, como el tuyo,
para venir a morar, para que Su Poderosa Presencia irrumpa en nuestras vidas
para traer luz en medio de la oscuridad, para rescatar lo que estaba perdido,
para traer sanidad y restauración sobre lo que estaba enfermo y corrupto.
He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.
(Apocalipsis 3:20
RV60)
Haya, pues,
en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que
aferrarse, sino que se despojó a sí mismo,
tomando forma de siervo, hecho
semejante a los hombres;
(Filipenses 2:5-7
RV60)
¿O ignoráis que
vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo,
el cual está en vosotros, el cual
tenéis de Dios, y que no sois vuestros?
Porque habéis sido comprados por precio;
glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro
espíritu, los cuales son de Dios.
(1 Corintios 6:19-20
RV60)
Por Luis
Caccia Guerra ; Escrito para Devocional Diario
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