Hace tan sólo unos días, emergimos de una
importante prueba. Tal vez la más dura en muchos años para nosotros. Si alguien
me preguntara: “¿Y? ¿Aprobaste el examen?” Sin duda le respondería que no.
Dios escuchó nuestro clamor de Pedro:
“¡Señor sálvame!” (Mateo 14:30) y nos tendió su mano para literalmente sacarnos
del agua. 100% Gracia. Fue deprimente cada vez que regresamos a casa, encontrar
nuestro pequeño y humilde departamento en literal estado de desastre, totalmente
destruido.
En el último mes y medio afrontamos
pérdidas, bienes, muebles y útiles, que no importa su PRECIO; tenían mucho
VALOR para nosotros, que no es lo mismo. Pero si algo quedó inmediatamente al
desnudo, es lo endeble que es nuestra fe, lo frágil que es nuestra vida, esa
falsa sensación de que podemos con todo y no necesitamos de nadie, de que nada
nos va a pasar, y de que Dios está a nuestro servicio para sacarnos prontito de
todo trance agudo.
La primera reacción, fue de amargura, de
dolor, por lo que pasábamos en soledad. Pero a medida que nuestros hermanos
conocían detalles de lo que estábamos padeciendo, la reacción de la comunidad
no sólo me dejó sin palabras, me tuve que tragar unas cuantas… Esta situación,
me reveló lo egoísta, poco solidario, apático e indiferente, pero por sobre
todas las cosas, lo desamorado que había sido.
Pero si algo quedó de relieve es lo
arrogante y orgulloso que fui. Es que para recibir ayuda, HAY QUE DEJARSE
AYUDAR y tener la humildad de recibir el amor que no supe dar. Es que no se
puede dar lo que no se tiene. Las ovejitas del rebaño de un pastor irlandés
atraídas por las hierbas dulces de la zona suelen aventurarse al borde del
acantilado y caen varios metros. Pero el pastor no baja inmediatamente a
rescatarlas. Espera uno o dos días que las ovejitas estén extenuadas y sin
fuerzas. Entonces, baja y las rescata. ¿Por qué hace eso? Porque si bajara
inmediatamente, las ovejitas saltarían por el despeñadero para escapar de los
brazos del pastor.
Recuerdo una noche, con mi esposa y nuestra
hija, los tres sentaditos en un sillón, tomados de las manos orando… y
llorando. En un rincón, porque afuera llovía intensamente y dentro de casa el
agua no caía directamente sobre nosotros en ese lugar, pero igual nos mojaba.
Recuerdo otra noche de lluvia los tres orando, mojados y con frío, le dije en
medio de mi desesperación al Señor: ”¡Señor, ya por favor no nos pegues más!
¡Ya no podemos más!” El silencio de Dios y las ovejitas balando en el
despeñadero.
Como las ovejitas en el acantilado. Como
nosotros en medio de la tormenta. Había que aprender que no podíamos salir
solos. Había que aprender a dejarse ayudar.
Hoy, al momento de escribir estas líneas,
ya no habitamos ese pequeño y humilde departamento destruido por la tormenta,
sino una luminosa y hermosa casa. La contención, la ayuda, la solidaridad, pero
por sobre todas las cosas el amor con que hemos sido mimados en estos días, es
una formidable lección del Señor que difícilmente pueda olvidar por el resto de
mi vida.
Hijitos míos, no amemos de palabra ni de
lengua, sino de hecho y en verdad.
(1 Juan 3:18 RV60)
Por: Luis Caccia Guerra
Escrito para www.devocionaldiario.com
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