Por el
Hermano Pablo | Todo comenzó bien, así como comienza la mayoría de los
matrimonios. Había ternura, había afecto y, más que nada, había amor. Sin
embargo, pasada la luna de miel, el matrimonio comenzó a andar mal. En medio de
dos que se amaban, se interpusieron los celos, que destruyen todo lo que tocan.
Un día
Francisco Contreras, de Monterrey, México, no soportó el acoso de los celos y
le pegó un tiro a su esposa, Sanjuana, en el temporal derecho. Acto seguido, se
disparó él mismo en la sien. Ninguno de los dos murió, pero Sanjuana quedó con
las facultades mentales alteradas, y Francisco perdió la vista en un ojo. Los
celos habían triunfado.
Si hay algo
que los matrimonios deben rehuir, son los celos. Los celos consumen alma,
corazón, mente y vida, y mientras los están consumiendo, conducen a la locura,
terminando en tragedias como aquella.
Hay celos
que son naturales y saludables, y que provienen de un amor genuino. La Biblia
dice que aun Dios es un Dios celoso que con diligencia vela por los suyos. Pero
hay, también, celos morbosos, perjudiciales y enfermizos, producto de oscuros y
bajos complejos. Esos son celos destructivos.
¿Cómo
evitar que haya celos destructivos? Se comienza estableciendo un patrón de
fidelidad incondicional entre esposos. El cónyuge debe saber, sin la más mínima
duda, que su pareja, por nada en la vida, defraudaría los votos nupciales de
amor y lealtad que los dos hicieron ante Dios.
Luego, cada
cónyuge debe desarrollar fe y confianza en Cristo. La fe profunda en Cristo nos
libra de psicopatías enfermizas. Cuando ambos esposos son verdaderos seguidores
de Cristo, no hay entre ellos ningún brote de malos celos.
Añádase a
esto el cultivo a fondo de la amistad matrimonial. Cuando el amor —el buen
amor, el amor basado en un compromiso inquebrantable— se cultiva con sumo
cuidado, los celos malignos no tienen ocasión de brotar. Porque al conservar el
amor genuino, nos inmunizamos contra los celos destructivos.
Dios, el
diseñador del matrimonio, es también la fuente del amor. Cuando nuestro
matrimonio y nuestra vida están en armonía con Dios, estamos también en armonía
con nuestro cónyuge, y los celos no tienen dónde aflorar.
Con Cristo
en el matrimonio, no hay lugar para celos enfermizos. Sólo hay lugar para un
amor cálido, puro, tierno y cristiano. Sea Cristo, desde hoy, el Señor de
nuestro matrimonio. En él hay paz y confianza y seguridad.
UN MENSAJE
A LA CONCIENCIA
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