Recordemos
a quienes estuvieron allí y su importancia
Por los
escritores de En Contacto
Ilustrado
por Jeff Gregory
La
crucifixión de nuestro Señor y Salvador es fundamental para la fe cristiana.
Reunimos aquí estos breves bosquejos de algunas de las personas que estuvieron
involucradas en lo que sucedió aquel Viernes Santo, con la esperanza de que
reflexionemos más profundamente sobre el regalo maravilloso de lo que Jesús
hizo por nosotros.
Los líderes religiosos
En este
tiempo de altibajos laborales, muchas personas han enfrentado el temor y la
crisis que se producen cuando se pierde un empleo. Los principales sacerdotes,
los ancianos y los escribas lo habrían entendido. Esa inquietante perspectiva
los había estado preocupando durante tres años y medio cuando Jesús comenzó a
enseñar y contrastar su mensaje con el de ellos (Mt 5.20; 7.29).
Angustiados
por el cambio que veían venir, los líderes religiosos concluyeron: “Si le
dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro
lugar santo y nuestra nación” (Jn 11. 48). Les gustaba su estilo de vida. Un
nuevo régimen podía significar pérdida de posición, o al menos un nivel social
menos prestigioso.
A menudo,
pensamos en los líderes religiosos como personas que rechazaban a Cristo, pero
muchos de ellos realmente creían en Él. Sin embargo, temían tomar posición a
favor del Señor (Jn 12.42, 43). Por eso, aunque con frecuencia estaban en
desacuerdo entre ellos sobre filosofía religiosa, fariseos y saduceos se
unieron en su común deseo de preservar el statu quo. ¿Su solución? Deshacerse
de Jesús.
Junto a la
cruz, los líderes religiosos asumieron que sus valiosas posiciones estaban
ahora a salvo. No fueron capaces de reconocer que su posición espiritual era
igual a la de todos los demás: pecadores necesitados de un Salvador. Solo
tenían que renunciar a su apreciado estatus humano para recibir otro mucho más
grande: de herederos de Dios y partícipes de su gloria (1 P 5.1).
La multitud
El Señor
había llegado a ser muy conocido por los milagros que llevaba a cabo entre el
pueblo (Lc 23.8). Pero la gente consideraba también que algunos de sus
comentarios eran escandalosos, como su afirmación de que era el Hijo de Dios, y
las palabras que ellos distorsionaron, como la amenaza de que destruiría el
templo (Jn 2.19-21; 10.30, 31).
Debido a
que mucha gente estaba de acuerdo con los milagros y las enseñanzas de Cristo,
los líderes religiosos, que sintieron que Él era una amenaza a su autoridad,
tramaron su muerte en secreto para no despertar sospechas (Lc 22.2). Más tarde,
los principales sacerdotes “incitaron a la multitud para [pedir a Pilato que]
les soltase más bien a Barrabas” en vez de Jesús (Mr 15.11). Y el fluctuante
populacho obedeció.
Sin
embargo, a pesar de su influencia, el poder no le pertenecía al pueblo. Le
pertenecía al supremo Juez, quien permitió que un débil e indigno tribunal
crucificara, no simplemente a un hombre famoso, sino a la única Persona que
tenía el poder de liberar a la humanidad de las ataduras del pecado y la
muerte.
Los soldados
Primero
azotaron a Jesús. Luego se burlaron de Él llamándolo “Rey de los judíos”,
poniéndole una corona de espinas puntiagudas, y vistiéndolo de púrpura, el
color de la realeza. Finalmente, lo clavaron en una cruz junto a dos
delincuentes. Mientras Jesús colgaba delante de ellos, los soldados se
dedicaron a tener una vulgar exhibición de codicia: ¿Quién se quedaría con sus
vestiduras?
Partieron
sus vestidos, pero decidieron que la túnica del Señor era demasiado valiosa
para hacer lo mismo (Jn 19.23, 24). Al echar suertes por su ropa, su acción
revela unos corazones que se habían vuelto insensibles a la vida humana, y
endurecidos a las cosas divinas.
Al ocuparse
de Cristo sin más esfuerzo del que requerían sus obligaciones, se burlaron de
su muerte, rifándose sus pertenencias —una distracción momentánea de su
trabajo, con el moribundo Jesús simplemente como trasfondo de su frívolo
entretenimiento. Insensibles al profundo sufrimiento en su entorno, los
soldados demostraron, sin proponérselo, su necesidad de un Salvador para que
volvieran a ser verdaderos seres humanos. Cristo era el Único que podía restaurar
en ellos la imagen y semejanza del Dios misericordioso y dador de vida.
El centurión
Ejecutar a
criminales en Palestina era el trabajo del oficial romano que presidió la
crucifixión del Señor Jesucristo. La coraza que cubría su corazón tenía el
sello de su amo, César, el emperador de Roma. Era un honor ser un centurión, un
valeroso guerrero a cargo de cien valientes soldados entrenados para defender
al Imperio Romano. En cruces como las que estaban frente a él, se habían
cumplido innumerables sentencias con el propósito de preservar la paz.
Pero el
Señor Jesús no era como otros criminales que él había visto. Desnudo, azotado y
ensangrentado, este Hijo del Hombre no había luchado por su vida como otros.
Tampoco había rogado o maldecido. Incluso, después de que los militares echaron
suertes sobre sus ropas y mojaron con vinagre su boca reseca, no imploró
clemencia.
Cuando el
Señor Jesucristo, finalmente, dio un grito con el último aliento que le quedaba
(Lc 23.46) y la tierra comenzó a temblar, algo pareció cambiar en el corazón y
la mente del centurión. Lo único que pudo decir, fue: “¡Verdaderamente este
hombre era el Hijo de Dios!” (Mr 15.39 NVI).
María Magdalena
Ella
observó la crucifixión desde lejos. ¿Qué significaría la crucifixión para ella,
ahora que Jesús había muerto?
Antes de
encontrarse con Cristo, María Magdalena había estado poseída por siete
demonios. Es difícil imaginar una condición espiritual peor que ser prisionera
dentro del propio cuerpo: la de ser juzgada tan mal del todo, que tenía que
vivir marginada del resto de la sociedad.
Jesús le
había dado a María una nueva vida, no solo al expulsar de ella los demonios,
sino además al acogerla en su redil. De ser una mujer marginada por la
sociedad, pasó a ser parte del grupo de los acompañantes de Cristo en los
viajes que Él hacía enseñando y sanando a las personas (Lc 8.1, 2).
A ciertos
espectadores que estuvieron junto a la cruz pudo haberles parecido que María se
había dejado engañar por las palabras de un lunático, de un hombre que se creía
Dios. Pero en ese momento, Jesús estaba probando que era realmente Dios al
enfrentar y derrotar a los peores enemigos del hombre: el pecado y la muerte.
Solo tres días después Él volvería y le pediría a María Magdalena que le
acompañara una vez más compartiendo el milagro de la nueva vida, libre ella ya
de las garras de Satanás (Jn 20.17).
Las mujeres que ayudaban a Jesús
Entre los
muchos seguidores del Señor Jesucristo, había un grupo de mujeres fieles que
acompañaron al Señor hasta el final, algunas de los cuales daban ayuda
económica al ministerio del Señor. Lea más sobre ellas en el artículo “Un dolor
santo”, en la página 16 de esta revista.
María, la madre de nuestro Señor
La primera
preocupación de una madre es proteger a su hijo. Ese hecho hace que sea difícil
imaginar cuán doloroso debió ser para María soportar la crucifixión. Al igual
que las otras personas que estaban junto a la cruz, ella miraba a su hijo
colgado en el instrumento romano de humillación y tortura. Pero, a diferencia
de los que estaban allí para ver el espectáculo de su muerte, o incluso de
quienes lo habían amado como Maestro, María lo había llevado en su vientre y
experimentado el gozo de mecerlo entre sus brazos. Ella había aliviado sus
heridas, y lo había visto crecer en sabiduría —guardando y atesorando todo en
su corazón (Lc 2.19, 47-51). Durante treinta años, habían compartido juntos las
sencillas comodidades del hogar y disfrutado del compañerismo y el amor mutuos.
Mientras ella se ocupaba de sus necesidades físicas, Él proveía para ella con
su trabajo de carpintero, el oficio que había aprendido de su padre terrenal,
José. Tal vez esos recuerdos de su bebé envuelto en pañales la sostenían, ahora
que debía enfrentar el verlo en ropa mortuoria. Pero, lo que era más
importante, podía confiar en las promesas del Todopoderoso. Porque ella sabía,
desde que era muy joven, que “su misericordia es de generación en generación a
los que le temen” (Lc 1.50).
El discípulo Juan
La última
instrucción de Jesús antes de la resurrección, fue dirigida a María y a su
discípulo amado. El doble mandato: “Mujer, he ahí tu hijo… [y a Juan] he ahí a
tu madre”, fue una orden que simbolizaba el nuevo lugar de los creyentes en su
reino (Jn 19.26, 27). En este momento, fue revelada la promesa de Juan 14.20:
“En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y
yo en vosotros”. El decir que Juan era el hijo de María, significaba que el
discípulo participaba ahora en la vida de su Maestro, y que era coheredero de
la vida en Dios (Ro 8.17). En cierto modo, este momento es simbólico para todos
los creyentes que proclaman a Jesús como Señor: crecemos en la semejanza a
Cristo como hijos e hijas del Padre celestial, y como coherederos con el Hijo
en su reino.
La
declaración era también una afirmación de perdón y compasión. Juan, al igual
que los otros discípulos, había abandonado a su Maestro en el Getsemaní, pero
solo él regresó para presenciar el sacrificio de Cristo. En este momento, Jesús
no solo perdonó la falta de convicción de Juan, sino que también le confió a su
amada madre. Pensemos en esto: aun en el Gólgota, mientras experimentaba un
sufrimiento que nadie es capaz de comprender, Jesús impartió gracia y
misericordia. Él sigue haciendo esto con todos los que vienen al Calvario.
Quienes están dispuestos a ponerse al pie de la cruz y aceptar su voluntad para
sus vidas, pueden, al igual que Juan, experimentar las incontables bendiciones
que dan generosamente esas manos perforadas por los clavos.
El ladrón
Viendo cómo
marchaba Jesús a su muerte en el Gólgota, y a la multitud que iba detrás de Él,
en un primer momento el ladrón se unió a los que se burlaba de Jesús, diciendo:
“¡Bah! Tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate
a ti mismo, y desciende de la cruz” (Mt 27.44; Mr 15.29, 30).
Pero, por
alguna razón, en lo más profundo de este criminal cuyo nombre no sabemos, algo
cambió, quizás cuando escuchó orar a Jesús, respirando trabajosamente: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23.34).
En medio de
la ceguera del mundo, la revelación de Dios vino a un criminal colgado en una
cruz: Este hombre era realmente el Mesías, el Rey, el Salvador, el Señor. El
ladrón fue tocado por Cristo, y sus ojos fueron abiertos. Su última petición
estuvo llena de humildad y esperanza, aun cuando osadamente llamó al Hijo de
Dios con una familiaridad inesperada. “Jesús”, le dijo, “acuérdate de mí cuando
vengas en tu reino” (v. 42).
Mientras
que los discípulos de Jesús habían perdido la esperanza, sin entender su
misión, este delincuente entendió que su reino no era de este mundo, y que su
muerte, de alguna manera, sería parte del triunfo de Jesús. Este desvalido
pecador, que estuvo tan consciente de su imposibilidad de salvarse a sí mismo,
nos mostró el camino a todos: él fue el primero en ser sacado de la oscuridad a
la luz gloriosa, por el victorioso Jesús.
Nicodemo y José de Arimatea
Muy a
menudo, los amigos de toda la vida son aquellos que comparten un pasado de
errores similares, y un testimonio de redención común. Nicodemo y José de
Arimatea eran, posiblemente, dos hombres así. Cuando cada uno escuchó a Jesús
enseñar, algo profundo dentro de ellos les dio testimonio de su origen
celestial. Él hablaba como alguien con autoridad, lleno de gracia y de verdad,
satisfaciendo la sed profunda que había en ellos. Pero, al mismo tiempo, había
un dilema. Otros amigos influyentes de ellos criticaban al hacedor de milagros
y satanizaban a quienes lo seguían. Así que, al parecer, los dos decidieron
“guardarse sus opiniones” y optar por la seguridad de la aprobación de sus
amigos (Jn 19.38, 39).
Pero, a la
luz de la cruz, donde comienza siempre la redención, sus corazones deben de
haber sentido menos miedo. Aunque habían temido la pérdida de su prestigio
social, Aquel que colgaba en la cruz nunca le temió a la pérdida de la vida.
Ellos habían evadido la crítica, pero Aquel irreconocible ensangrentado la
aceptó, y mucho más, por amor a ellos. Después que Jesús fue retirado de la
cruz, José y Nicodemo, movidos por amor, pidieron su cuerpo. Y, como sucede a
menudo en los funerales, estos hombres estuvieron más cerca de su Señor en su
muerte que lo que habían estado en su vida, y lo sepultaron; su devoción a Él
ya no era vacilante, sino plena, realizada.
Un pensamiento final
Al pensar
en las personas presentes el día en que nuestro Señor fue crucificado,
considere cómo podemos vernos reflejados en cada una de ellas, para bien o para
mal. Aunque las actitudes de algunas son más deseables que las de otras,
podemos ver que nuestros corazones no están siempre en el lugar que deben
estar. ¿Permaneceremos cerca de Él, devotamente, sin importar las
consecuencias? ¿O dejaremos que nuestras circunstancias empañen nuestro amor?
Cualquiera que sea nuestra situación, hay esperanza para acercarse a Aquel que
es poderoso para hacer abundantemente más de lo que somos capaces de pedir o entender
(Ef 3.20) cuando nos arrepentimos de nuestros pecados, tomamos nuestra cruz, y
le seguimos.
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