Por Claire de Mézerville López.
A
pesar de que el ser humano es intrínsecamente social, tenemos la
paradójica tendencia a buscar lo que, egocéntricamente, resulte mejor
para nosotros mismos. Puede ser que tengamos amigos, familia, pareja y,
aún así, estemos en esa constante lucha contra la “tiranía del yo”: se
nos hace difícil optar por actos nobles o inclusive básicos y
necesarios, cuando éstos conllevan frustración, o implican algún nivel
de sacrificio o auto negación.
Ahora bien, así como el ser humano tiene una fuerte tendencia al egoísmo
y a centrarse en sus propios antojos, también tiene un fuerte deseo de
extender sus brazos: de amar y ser amado… de que su vida tenga sentido.
Podemos describirlo como la disyuntiva entre dos imágenes: una persona
que se encoge, se hace un ovillo y que, en posición fetal, encierra su
vida en sí misma… o una persona que se extiende hacia arriba, estira los
brazos y, como un árbol, da de su ser frutos, sombra y cobijo para los
demás y para el mundo.
Evidentemente, ninguno de nosotros está, totalmente, en alguno de esos
extremos, pero, en nuestro convivir cotidiano ¿estamos asumiendo el
riesgo de perseguir la virtud de la generosidad?
¿Virtud en el siglo XXI?
Aristóteles decía: “nuestro carácter es resultado de nuestra conducta”.
Cuando hablamos de la palabra “virtud”, podemos pensar que estamos
refiriéndonos a términos idealistas, casi imposibles de alcanzar. Pero
no es así. La “virtud” es una disposición o capacidad que se puede
adquirir, gracias al aprendizaje y al ejercicio de habilidades
humanitarias y buenas. Consiste en la disposición de carácter para
sostener los principios que consideramos nobles y valiosos, aún en
momentos difíciles. Las virtudes, contrarias a los vicios, son las que
permiten que una persona viva de acuerdo con sus ideales.
El propósito de las virtudes es hacer lo que es moralmente bueno, en
forma voluntaria y suponiendo el bien tanto personal como comunitario.
El mismo Aristóteles definía cuatro virtudes necesarias para los seres
humanos: la justicia, la fortaleza, la prudencia y la templanza (o
dominio propio). Cuando hablamos de generosidad, nos remitimos a estos
mismos ideales. El desprendimiento requiere fortaleza de carácter y
templanza ante una cultura que es cada día más individualista.
Hablando de Hospitalidad
Si bien, existen muchos gestos y actividades que pueden permitirnos
brindar actos de generosidad en momentos particulares, es muy importante
que asumamos la generosidad como un rasgo del carácter que pueda ir
empapando todas nuestras actitudes, metas y relaciones interpersonales.
Entre los atributos que se consideraban honorables en la antigüedad, la
hospitalidad era uno de los más importantes. Si hablamos de ser
generosos, también estamos hablando de ser hospitalarios.
Hospitalidad quiere decir abrir las puertas a quien llega hasta nosotros
para brindarle, gratuitamente, lo que necesita. La hospitalidad es uno
de los atributos que nos caracteriza como seres humanos y que nos obliga
a tener empatía (capacidad de ponerme en el lugar de la otra persona).
El ofrecer un vaso con agua a quien tiene sed, el invitar a pasar a un
visitante –aún cuando la visita no sea para nosotros, sino para algún
otro familiar-, así como preguntar a alguien en la calle que está en
problemas, si se le puede ayudar en algo, son pequeños gestos que
muestran nuestra capacidad para ponernos en los zapatos de los otros.
Así también podemos dar un poco de nuestros bienes materiales, donando
algunas de nuestras pertenencias, como ropa, juguetes o artefactos.
Podemos hacer una disciplina de comprar un poco de comida mensualmente
para donarla a alguna causa de ayuda social. Esos bienes materiales, que
para nosotros pueden ser insignificantes, hacen una diferencia vital
para muchas personas de escasos recursos.
Además de lo material, existen grandes riquezas, de las cuales podemos
sacar oportunidades para ser generosos. El donar nuestro tiempo, el ser
generosos con una sonrisa, el regalar períodos de escucha ininterrumpida
a alguien que lo necesita, o acompañar a un ser querido a una actividad
que no nos resulta tan atractiva, así como tomar fuerzas, cuando
estamos cansados, para compartir en familia. Todas esas son maneras de
ser generosos: de poner nuestros gustos y preferencias en un segundo
plano, porque hay algo más importante que se le puede dar a los demás:
un poco de uno mismo.
Generoso… ¿a cambio de qué?
En una sociedad cada vez más consumista, donde prima el individualismo,
es difícil evitar preguntarse: ¿para qué tanto esfuerzo? ¿Qué gano yo
con ser más generoso, más desprendido? ¿Para qué vale la pena el trabajo
extra en ser íntegro y en ayudar a los demás? ¿Quién me ayuda A MÍ?
La respuesta, desalentadora para muchos, es que en esta vida es posible
que no encontremos reconocimiento o retribución por ayudar a los demás
(aunque, en ocasiones, sí sucede que una persona generosa recibe honor y
agradecimiento. Sin embargo, la generosidad sí deja una recompensa de
integridad, de sabiduría y de amor en nuestros corazones. Estos son los
tesoros que nadie puede robar. Antoine de Saint Exûpery decía que “lo
esencial es invisible a los ojos”. Esos secretos entre Dios y nuestro
corazón son los que nos acercan cada vez más al gozo y a la paz del
alma.
A lo largo de la historia, el ser humano ha probado su inclinación al
egoísmo y a la muerte. Sin embargo, también ha probado, con importantes y
heroicos gestos de bondad y valentía, su inclinación a brindar una mano
a quien lo necesita. El desprendimiento, la pasión por una causa, el
valor y el amor han dado frutos de generosidad y esperanza a lo largo
del peregrinaje humano, generación tras generación. ¿Serán nuestras
vidas parte de ese desafío?
Fuentes: Enfoque a la Familia
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