Cada vez
nos cuesta más improvisar conversaciones cara a cara; estamos más centrados en
nosotros mismos (nuestro estatus, nuestros tuits...) y menos en los demás.
Además, nos comparamos con otros, envidiamos la vida que muestran en sus fotos,
y proyectamos una imagen idílica y ficticia sobre quiénes somos.
Es un
hecho: nos cuesta concentrarnos en una sola tarea durante mucho tiempo seguido
sin mirar nuestros móviles para comprobar si hemos recibido algún wasap.
No podemos
hacer turismo sin la necesidad de sacar la cámara para compartir en las redes
sociales la belleza del lugar en el que nos encontramos o lo mucho que estamos
disfrutando de una celebración familiar.
Con la
promesa de hacernos la vida más fácil, las redes sociales se han vuelto
intermediarias de nuestras relaciones y han invadido de lleno nuestras vidas.
A golpe de
tecla, podemos concertar una cita con un amigo o interesarnos por la operación
de un familiar que vive al otro lado del mundo. Aparentemente, estamos más
relacionados que nunca antes en la Historia.
Sin
embargo, la doctora en Sociología y Psicología de la personalidad por la
Universidad de Harvard, Sherry Turkle, afirma que “lo que la tecnología hace
fácil no siempre es lo que alimenta nuestra alma”.
Y es que, tras
quince años estudiando las nuevas tecnologías y entrevistando a miles de
personas sobre sus vidas “conectadas”, la doctora Turkle ha llegado a la
conclusión de que “esos pequeños aparatos que llevamos en nuestros bolsillos
son tan poderosos que no solo transforman lo que hacemos, sino también quiénes
somos”.
Tal como
explica Sylvia Hart Frejd, experta en coaching y coautora del libro The digital
invasión. How technology is shaping you and your relationships (que, en
español, podría traducirse como La invasión digital. Cómo la tecnología te
moldea a ti y a tus relaciones, Baker Publishing Group, 2013), la tecnología
digital está reconectando nuestros cerebros para la distracción y la adicción.
Un escáner
del cerebro de una persona que abusa del mundo digital arroja una lectura
similar al de un adicto a la cocaína: “De hecho, estas tecnologías actúan como
la cocaína electrónica en nuestro cerebro: cada vez que recibimos un mensaje de
texto o un tuit, o publicamos algo en nuestro perfil, nuestro cerebro descarga
dopamina, la hormona que hace que nos sintamos bien. Al ser adictiva, cada vez
experimentamos más necesidad de esa sensación, tal como les ocurre a quienes
padecen alguna adicción”.
Así, casi
sin darnos cuenta, las redes sociales nos empujan a desarrollar comportamientos
adictivos que, hasta hace pocos años, nos habrían parecido de pésima educación,
como wasapearnos con amigos en medio de una comida familiar o en clase, durante
la explicación del profesor.
Turkle
explica que, de esta forma, hemos desarrollado una nueva forma de estar
“juntos, pero solos”, lo que provoca que nuestras relaciones se vuelvan cada
vez más superficiales e impersonales, hasta el punto de que podemos estar conectados
con muchas personas a la vez, pero sin establecer una verdadera comunicación
con ninguna de ellas.
Cuando no
existían los mensajes instantáneos, e incluso antes de la llegada de los
móviles, quedábamos personalmente con un ser querido para saber cómo estaba.
Hoy en día, evitamos al máximo el trato personal, lo que nos lleva a perder
mucho más de lo que nos imaginamos: “Cuando tenemos una conversación cara a
cara, podemos mirar a los ojos del otro para saber lo que está sintiendo;
podemos leer su lenguaje corporal, apretar su mano o darle un abrazo. Esto es
para lo que hemos sido creados”, explica Hart Frejd.
Sin
embargo, con los mensajes instantáneos toda esta información que nos ofrece el
lenguaje corporal queda suprimida. “Mucha gente me cuenta que prefiere enviarse
mensajes de texto a tener una conversación. Dicen que las conversaciones en
persona les asustan porque son desordenadas, impredecibles y exigen mayor
cantidad tiempo. Por el contrario, cuando envían mensajes de texto, pueden
controlar lo que dicen, editarlo o incluso borrarlo hasta que sea lo correcto”,
opina Hart Frejd.
Más narcisistas
“Necesitamos
darnos cuenta de que, sin conversación, no entablaremos relaciones verdaderas”,
explica la doctora Hart Frejd. ¿Qué implica mantener una relación con alguien?
Dar de nosotros mismos a los demás; gastar nuestro tiempo y paciencia en
escucharles, en implicarnos psicológica y emocionalmente en la conversación. Algo
que no hacemos al comunicarnos digitalmente.
Más bien al
contrario: el uso de las redes sociales provoca que estemos menos preocupados
por los demás y mucho más por nosotros mismos, ya que hacen que nos veamos como
el centro del universo.
“Las redes
sociales hacen de nosotros meros actores y de nuestros amigos, espectadores, lo
que alimenta el narcisismo, es decir, un mundo en el que todo se vuelve
alrededor de mí: mi estatus, mis tuits, mis fotos…”, afirma la experta en
coaching. En pocas palabras: “Nos hemos vuelto un 40% menos empáticos ante las
necesidades de los demás y un 30% más narcisistas”.
Raúl
Parker, cocinero de 35 años, decidió cerrar su cuenta de Facebook hace un año.
Cuenta cómo el no estar continuamente viendo la vida de los demás, le ha traído
mucha paz. Y es que, como opina Hart Frejd, las redes sociales fomentan la
envidia y la insatisfacción continua ante la vida, ya que nos empujan a
compararnos con los demás.
Es el caso
de Facebook o Instagram, donde los jóvenes compiten por ser los más populares
colgando fotos en las que pretenden demostrar q
ue visten a
la moda o tienen una vida social muy activa. Es un mundo del “yo artificial”
con mi estatus, mi número de ‘me gusta’, mis fotos…
Todos tan sonrientes
Una de las
consecuencias más graves de “vivir en las redes sociales” es que muestran una
realidad que no existe, porque en ellas damos una imagen falsa de nosotros
mismos, aquella que nos interesa ofrecer en cada momento. ¿Realmente vivimos o
hacemos que vivimos?
La anécdota
de Sara García, joven madrileña de 27 años, parece responder a la pregunta.
Celebró una despedida de soltera en Madrid con sus amigas, quienes acudieron a
la capital desde un pueblo de la provincia de Cáceres, expresamente para la
ocasión. Sara cuenta cómo sus amigas no pararon de quejarse durante todo el
día: de las enormes distancias que tenían que recorrer andando por la gran
ciudad, del lugar elegido para la cena, y que apenas disfrutaron de los lugares
emblemáticos por los que pasaron. Sin embargo, al día siguiente, colgaron las
fotos en sus perfiles de Facebook en las que posaban sonrientes por las calles
de Madrid, como si hubieran disfrutado de una despedida de soltera perfecta,
ante el desconcierto de Sara, que había estado todo el día sufriendo las quejas
de sus amigas.
Al final se
deduce que cuanto más conectados estamos, más solitarios nos volvemos. “Estamos
juntos, pero cada uno de nosotros se encuentra inmerso en su propia burbuja,
furiosamente conectados a teclados y pantallas táctiles”, opina Turkle. Esta
escena se repite cada día en cualquier hogar: todos los miembros de la familia
reunidos en el salón o en el comedor, pero cada uno de ellos pendiente de una
pantalla, lo que ocasiona que apenas hablen entre ellos.
Por eso,
Sylvia Hunt Frejd propone maximizar la utilidad de la tecnología digital y
minimizar su capacidad para destruirnos. Para ello, aconseja utilizarla para
transmitir información necesaria rápidamente, pero nunca para tratar de
resolver un conflicto ni para comunicar pensamientos y emociones más profundos.
Y, aunque
cada vez nos cueste más, tomarnos la molestia de quedar con nuestros amigos y
conocidos si queremos saber realmente cómo se encuentran.
“Necesitamos
volver a aprender, entre mensajes de texto y correos electrónicos, a
escucharnos los unos a los otros, incluso los bits aburridos, porque, a menudo,
es en los momentos sin editar, en esos momentos en los que dudamos,
tartamudeamos o nos quedamos en silencio, cuando nos revelamos a los demás”.
(Publicado originariamente
en Revista Misión, www.revistamision.com)
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