Leer: Éxodo 20:18-26 | Imagina que estás parado al pie de una montaña,
codo a codo con todos los integrantes de tu comunidad. Hay truenos y
relámpagos, y escuchas el sonido ensordecedor de una trompeta. En medio de las
llamas, Dios desciende sobre ese monte. La cima está cubierta de humo; todo
empieza a temblar, y tú también (Éxodo 19:16-20).
Cuando los israelitas tuvieron
esa experiencia aterradora cerca del monte Sinaí, le rogaron a Moisés: «Habla
tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que
no muramos» (20:19). Los israelitas le pidieron a su líder que mediara entre
ellos y el Todopoderoso. «Entonces el pueblo estuvo a lo lejos, y Moisés se
acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios» (v. 21). Después de encontrarse
con Dios, Moisés bajó de la montaña a llevarle al pueblo el mensaje del Señor.
Hoy adoramos al mismo Dios que hizo este gran despliegue de grandeza en
el monte Sinaí. Como el Señor es perfectamente santo y nosotros somos tan
irremediablemente pecaminosos, no podemos relacionarnos con Él. Abandonados a
nuestra suerte, nosotros también podríamos (y deberíamos) temblar de terror.
No
obstante, Jesús hizo posible que conociéramos a Dios cuando cargó con nuestros
pecados, murió y resucitó (1 Corintios 15:3-4). Ahora mismo, Jesús es el
intermediario que aboga a nuestro favor frente a un Dios santo y perfecto
(Romanos 8:34; 1 Timoteo 2:5).
Jesús cierra la brecha entre Dios y nosotros.
Nuestro Pan Diario
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