Iba por la
calle oyendo a mi cantante favorito en mi viejo Mp3. Con los audífonos puestos
intentaba llegar a tararear en la nota que el cantante daba, aunque sin mucho
éxito, lo confieso. Estaba especialmente feliz y me dirigía a mi congregación
después de una jornada gratificante junto a unos misioneros amigos que han
estado en las misiones por más de 50 años.
Revivía en
mi mente las charlas amenas, los consejos valiosos y las anécdotas familiares
que Larry y Dorothy Cederblom habían compartido ese día conmigo. Me sentía
agradecido de Dios por darme el privilegio de, junto a mi esposa e hija, ser
continuador de la labor fabulosa de llevar el evangelio de Jesús al mundo
perdido.
El torrente
de pensamientos y canciones tarareadas fue paralizado de repente por la voz de
alto de un fornido policía. En ese momento me di cuenta que iba manejando mi
bicicleta con los auriculares puestos y que el peso de la ley caería sobre mi
indefectiblemente.
Apagué el
Mp3, dejé de tararear y mi mente solo podía pensar que había sido muy tonto al
cometer esta infracción (bueno, en eso y en los 200 euros de penalización que
me correspondía por la trasgresión). El policía me espetó un merecido discurso
de seguridad vial, y cuando pensé que sacaría su imponente talonario para
prescribir la merecida multa, hizo todo lo contrario. Me despidió, se fue a su
moto y yo, anonadado, solo pude decir: muchas gracias oficial.
Mientras
seguía en la bicicleta experimenté vívidamente la sensación extraordinaria de
ser perdonado. Cuando pensé que debía pagar por mi mal proceder, fui absuelto.
En lugar de castigo, había hallado misericordia y uno no está acostumbrado a este
tipo de experiencias. John Newton tampoco lo estaba. Fue uno de los más
despreciables traficantes de esclavos de su tiempo. Capitaneó su propio barco
negrero cometiendo todo tipo de fechorías a tal punto que su tripulación lo
aborrecía y lo consideraba un animal. No obstante a todo ello, las palabras de
su madre, quien muriera cuando Jonh tenía solo siete años, seguían grabadas en
su mente. Ella le había enseñado la Biblia con la esperanza de que John algún
día se apropiara de sus palabras. Cuando ese momento llegó, John estaba
demasiado sucio como para creer que Dios podría perdonarlo, sin embargo
experimentó la misericordia y la gracia de Dios en una forma que lo hizo
convertirse en pastor y compositor de himnos. Su himno más cantado es el que
precisamente cuenta su historia de conversión, su encuentro con la misericordia
de Dios y el perdón. “Sublime gracia del Señor/que a un infeliz, salvó/yo ciego
fui, mas veo ya/perdido y él me halló”.
La
misericordia no se merece, es un acto soberano de quien la otorga. Se aprecia y
agradece cuando te perdonan una multa de tránsito, pero si te perdonan la vida
y borran todo tu historial pecaminoso, entonces uno no puede hacer menos que
dedicar la existencia a servir a Aquel que únicamente es capaz de tanta bondad:
Dios.
La
misericordia de Dios me alcanzó un día sin que lo mereciera, me arropó y me dio
sentido y propósito para una nueva vida.
Como el rey
David, hoy puedo decir:
“Porque tú, Señor, eres bueno y perdonador, y grande en misericordia
para con todos los que te invocan”
(Salmo 86:5)
Autor:
Osmany Cruz Ferrer
Escrito
para Devocional Diario
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