Leer: Juan
1:6-14
| Cuando estaba
en la escuela primaria, en Ghana, tuve que vivir con una familia amorosa y
protectora, lejos de mis padres. Un día, todos los hijos se reunieron para un
encuentro familiar especial.
Primero,
todos tuvimos que compartir experiencias personales. Pero, después, cuando solo
se requirió la presencia de los «hijos de sangre», me pidieron gentilmente que
saliera.
En ese
momento, la realidad me golpeó: yo no era un «hijo de la casa». Aunque me
amaban, me pidieron que saliera, porque solamente vivía con ellos, sin formar
legalmente parte de la familia.
Este
incidente me trae a la mente Juan 1:11-12. El Hijo de Dios vino a su pueblo, pero
ellos no lo recibieron. Los que sí lo recibieron entonces, y los que lo reciben
ahora, obtienen el derecho de convertirse en hijos de Dios. Cuando somos
adoptados en su familia, «el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu,
de que somos hijos de Dios» (Romanos 8:16).
Jesucristo
no excluye a nadie que haya sido adoptado por el Padre, sino que le da la
bienvenida como miembro permanente de su familia: «Mas a todos los que le
recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos
de Dios» (Juan 1:12).
Padre, gracias por poder ser tu hijo y por no tener que preocuparme de
que me saques de tu familia.
La seguridad de salvación no la
da lo que conoces, sino Aquel a quien conoces.
FUENTE:
NUESTRO PAN DIARIO
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