Estamos en el culmen de la poesía del amor, en el que él y ella se
celebran recíprocamente. Estamos en el culmen, crudo realismo de los gestos de
amor, la relación erótica es real, sin reticencias, al no estar narrado a
cámara lenta.
¡Qué hermosa son tus mejillas entre los aros
y tu cuello entre los collares!
Te haremos pendientes de oro,
con incrustaciones de plata.
Mientras el rey está en su diván,
mi nardo exhala su perfume.
Mi amado es para mí una bolsita de mirra
que descansa entre mis pechos.
Mi amado es para mí un racimo
de alheña en las viñas de Engadí.
¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres!
¡Tus ojos son palomas!
¡Qué hermoso eres, amado mío,
eres realmente encantador!
¡Qué frondoso es nuestro lecho!
Las vigas de nuestra casa son los cedros
y nuestro artesonado, los cipreses.
(Ct 1, 10-17)
La cabeza de él reposa entre los pechos de ella como la bolsita de mirra que ella lleva entre los senos para la seducción. El encuentro erótico se da en el “lecho verde”, en el exterior, en la posición en la que se pueden ver los cipreses como techo y los cedros como paredes; el amado es comparado a un manzano que ofrece frutos que dan fuertes emociones. Incluso el paladar está implicado en el juego del amor, es el amado el que se introduce “en la bodega del vino”, imagen estupenda para expresar, intimidad, ternura, culmen.
El amor “consumado” (feísima expresión jurídica para decir vivido hasta el final), muy lejos de ser un placer robado, los deja más cerca que antes, casi imposible de separarse, el uno lleno de gratitud hacia la otra, ella así “abandonada” a él, hasta el punto de caer en un sueño grato, tranquilo, sin dudas y sin miedos.
En el contexto del Cántico el sueño que llega a los que se aman está protegido por presencias buenas, quizás representadas en las “gacelas y los ciervos del campo” del versículo 3,5 en nombre de los que se pide a los demás que no molesten un sueño tal de abandono total.
La distinción entre amor sacro y amor profano está superada ampliamente
¿Llamamos amor profano al abrazo erótico? Nos viene a la mente la distinción, tan celebrada también por los artistas, entre amor sacro y amor profano, donde habitualmente el amor sacro está representado por una doncella humilde y sosa en una actitud que parece decir: ‘No me toques, por favor’; mientras que el amor profano está simbolizado por una mujer procaz, incluso descocada, en cualquier caso que disfruta. Es una distinción horrible que ha llevado a muchas distorsiones: al profano se le adjudica el placer, al sacro una inerte renuncia; el profano está cerca del pecado, el sacro a un ascetismo meritorio.
La distinción haría una gran injusticia a este encuentro de amor.
Aquí nos resulta natural pensar, entre esposos, que el amor sacro está junto al profano; y por tanto el amor profano se convierte en sacro. Esta unidad reencontrada, en el texto que estamos valorando, se da a entender en todas las imágenes que por un lado contienen alusiones eróticas y por el otro nos remiten al culto: de “poderosos cedros” está construido el templo de Jerusalén; “nardo y mirra” son los perfumes que acompañan los sacrificios en el templo y los tiempos sagrados de la vida; “viña” es el término preferido por los profetas para hablar de la atención de Dios por su pueblo.
Pero en la descripción entran, con pleno derecho, también las imágenes profanas: los encantos de las perlas, los pendientes de oro, el carro del faraón, las estancias del rey; y junto a estos entran también los elementos mundos que nos devuelven al antiguo jardín del Edén: palomas, narcisos, lirios, cedros, cipreses, viñas gacelas y ciervas. En torno a la relación amorosa el mundo se recrea y retoma su significado, responde a su proyecto original: ¡Es muy mezquina la distinción entre profano y sagrado!
El amor es humano
Un instrumento para está reencontrada unidad es, seguramente, el uso de la narración por imágenes y la celebración de la belleza del otro.
Por ejemplo: ella es “un lirio entre espinas”. Poco antes ella dice de sí misma: “Soy oscura pero bella”; en el juego de amor, él va más allá de los límites de ella, y ve su belleza interna, la de un lirio (un milagro de claridad) entre los cardos (las asperezas, allí donde no puede estar). Sus ojos son palomas, es decir evocan la ternura y el cuidado del amor.
“¡Qué bella eres!, exclama el canto. La yegua del carro del faraón es una imagen que puede sonar un poco extraña a nuestros oídos, demasiado influenciados por un cierto machismo, pero sin embargo es una figura fortísima en la poesía del amor oriental que significa: nobleza, elegancia de formas, poderío.
Él se describe como “un narciso de Sarón”: nada que ver con nuestro término “narciso” en el que concretamos, a partir de los mitos griegos, todo lo que es opuesto al amor desinteresado, ya que se clasifica como amor propio. El amado, simplemente, se compara con una flor común, perfumada e intensa; para ella, sin embargo, es “un manzano entre los árboles del bosque”, a cuya sombra reposa el propio deseo de amor y cuyos frutos son deliciosos al paladar: “¡Qué bello eres!”. Imágenes incongruentes, casi amontonadas…
¿Por qué deberían ser coherentes según la lógica? Lo que aquí cuenta es descubrir que los gestos de amor están acompañados por palabras, sonidos, imágenes evocadas, no están reducidas a la pulsión erótica que consideraría un cuerpo igual al otro.
Aprender a “hacer el amor”
Aquí el amor es humano (y por tanto también bueno, bello y verdadero, incluso sagrado) en el sentido en el que participa toda la persona, a partir de su fantasía, de su mundo interno. Es lo que hace al amor algo más que una descarga , consumada (aquí si que se ajusta a la definición) tras la que cada uno se retira en una satisfacción cumplida a sí mismo, separándose del otro. Cuando más rica es la imaginación que acompaña a la relación, más gratificante es en el plano humano, más viven el universo, la historia, el sentirse uno con la creación, más se enriquece el amor.
Un instrumento para está reencontrada unidad es, seguramente, el uso de la narración por imágenes y la celebración de la belleza del otro.
Por ejemplo: ella es “un lirio entre espinas”. Poco antes ella dice de sí misma: “Soy oscura pero bella”; en el juego de amor, él va más allá de los límites de ella, y ve su belleza interna, la de un lirio (un milagro de claridad) entre los cardos (las asperezas, allí donde no puede estar). Sus ojos son palomas, es decir evocan la ternura y el cuidado del amor.
“¡Qué bella eres!, exclama el canto. La yegua del carro del faraón es una imagen que puede sonar un poco extraña a nuestros oídos, demasiado influenciados por un cierto machismo, pero sin embargo es una figura fortísima en la poesía del amor oriental que significa: nobleza, elegancia de formas, poderío.
Él se describe como “un narciso de Sarón”: nada que ver con nuestro término “narciso” en el que concretamos, a partir de los mitos griegos, todo lo que es opuesto al amor desinteresado, ya que se clasifica como amor propio. El amado, simplemente, se compara con una flor común, perfumada e intensa; para ella, sin embargo, es “un manzano entre los árboles del bosque”, a cuya sombra reposa el propio deseo de amor y cuyos frutos son deliciosos al paladar: “¡Qué bello eres!”. Imágenes incongruentes, casi amontonadas…
¿Por qué deberían ser coherentes según la lógica? Lo que aquí cuenta es descubrir que los gestos de amor están acompañados por palabras, sonidos, imágenes evocadas, no están reducidas a la pulsión erótica que consideraría un cuerpo igual al otro.
Aprender a “hacer el amor”
Aquí el amor es humano (y por tanto también bueno, bello y verdadero, incluso sagrado) en el sentido en el que participa toda la persona, a partir de su fantasía, de su mundo interno. Es lo que hace al amor algo más que una descarga , consumada (aquí si que se ajusta a la definición) tras la que cada uno se retira en una satisfacción cumplida a sí mismo, separándose del otro. Cuando más rica es la imaginación que acompaña a la relación, más gratificante es en el plano humano, más viven el universo, la historia, el sentirse uno con la creación, más se enriquece el amor.
Por tanto, el Cantar nos enseña que la relación erótica, bellísima y satisfactoria no se reduce al sexo: es necesario “aprender a hacer el amor”, el amor “se hace”, se construye, se alimenta, se cuida.
La relación sexual, dejada a sí misma, se identifica con el placer momentáneo que luego nos deja tan solos como al principio. En ella, cuando se busca exclusivamente la relación sexual, cada uno quiere su propia satisfacción como algo prioritario y exclusivo. En el “hacer el amor” se busca el disfrute del otro, se expresa en la dedicación: lo que, estamos seguros, hace que la relación sea mucho más satisfactoria.
Artículo tomado del prólogo del libro "Sesso senza tabú", de Mariateresa Zattoni y Gilberto Gillini, recientemente publicado en Italia por Edizioni San Paolo
Qe asco me dan esas personas como tú.... No utilizes la biblia para hablar de sexo! ESTÚPIDO!
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