Hace casi
un año recibí una llamada de un antiguo estudiante que me pedía que lo
acompañara a él y a “una amiga” a desayunar. Unas cuantas mañanas después nos
encontramos para comer rosquillas en una pequeña cafetería.
Cuando los
vi entrar, tomados de la mano, me pregunté si se traían algo «entre manos». El
inocente encanto en ellos me persuadió muy pronto de que mi intuición era
correcta, lo que me confirmaron no mucho después en la conversación cuando
anunciaron: «¡Nos vamos a casar!» Puesto que he vivido toda mi vida entre
estudiantes, he escuchado noticias como estas todo el tiempo.
Debo
confesar… a veces trae gozo inmediato, pues los conozco lo suficiente para
saber que serán buenos el uno con y para el otro. Existen otras ocasiones en
que pienso: «Déjenme observar y escuchar por un rato; les deseo lo mejor». Y
algunas veces se me hunde el estómago ya que simplemente parece que es la
decisión incorrecta.
He estimado
al joven en esta pareja por seis años, desde que llegó a Washington para
estudiar por un semestre. Bastante serio política y filosóficamente, pasó sus
días caminando entre la oficina del grupo
de especialistas del juez Robert Bork investigando sobre el libro que se
publicó bajo el título Slouching Toward Gomorrah, que en español sería «Ir de
Hombros Caídos Hacia Gomorra», (Traducción literal del título original en inglés)
y su reflexión de clase sobre los debates políticos contemporáneos a la luz de
la fe bíblica. Pero su elegante cortesía siempre estaba en tensión con una
travesura que hacía difícil creer que él se tomara a sí mismo de forma muy
seria.
Un año
después se graduó y aplicó para un posgrado sobre estudios en teoría política.
Pero antes que eso sucediera, la historia le dio un bandazo y se vio siendo el
único en su familia que podía asistir a su abuela quien padecía de la
enfermedad de Alzheimer. Con una valentía y gracia inusuales, pasó los
siguientes cuatro años como su cuidador principal, ocupándose de ella como ella
lo había ello con él cuando era un niño pequeño sin madre veinte años atrás.
Desarrolló, paralelamente a su trabajo principal de pasar el tiempo con su
abuela, un negocio de libros raros. Y lentamente, muy lentamente, se dio cuenta
que su visión vocacional cambiaba de la arena pública al púlpito y comenzó a
planear una educación seminarista.
Mientras
hablamos esa mañana, fue obvio que estos dos amigos de secundaria se habían
enamorado en los últimos diez años, yendo de una universidad a otra y pasando
por diferentes experiencias en los años siguientes –uno permaneciendo en casa,
muy literalmente; la otra viviendo y trabajando en el extranjero–, se habían
encontrado el uno al otro a través de su amistad profunda. Leyendo buenos
libros, haciendo largas caminatas, tocando música maravillosa… los pormenores
de la vida juntos les permitió crecer en el amor el uno por el otro. Como
apuntó Dickens’ David Copperfield cuando reflexiona sobre su propio esfuerzo de
amar a una joven mujer: «Es la nimiedad la que hace la sumatoria de la vida».
Mientras lo escuchaba, se volvió más y más claro que estos dos se querían como
esposo y esposa y tanto como era posible aún sin estar casados habían calculado
el costo.
Me
preguntaron si yo podía hacer el sermón de la ceremonia de bodas, esa era, de
hecho, la razón principal por la que querían encontrarse conmigo esa mañana.
Les recordé que yo era un profesor y como tal muy poco le ayudaba a mis jóvenes
amigos de esa forma. Se habían preparado, parece, para esa respuesta, y después
de mirarlos por largo rato de forma dura –aunque muy cariñosa– a los ojos, les
dije que me encantaría ser parte de su feliz día.
Puesto que
ahora me siento más profundamente autorizado en sus vidas y en su futuro de lo
que me hubiera imaginado cuando me levanté aquella mañana –y ya que vivían
fuera del estado y por consiguiente más allá de la posibilidad para conversar
cara a cara más a menudo– decidí hacerlo y dar un pequeño sermón sobre el
significado del matrimonio, algo para reflexionar en los meses por venir. Les
dije que había observado dos cualidades que marcaban los matrimonios que
duraban (al menos «duraban» en el sentido de que había felicidad substancial
–aunque nunca perfecta– tanto para el esposo como para la esposa). Puesto de
forma simple, los matrimonios que florecen son amistades que se caracterizan
por la decisión diaria de encontrar encanto y dar gracia al cónyuge. Con
glorias y vergüenzas, «en las buenas y en las malas», son esos dos hábitos del
corazón los que distinguen a los buenos matrimonios de aquellos que no lo son
tanto.
Y como les
dije que planearan por un año su matrimonio, los abracé, ansiando desde lo más
profundo que pudieran aprender a hacer justamente eso.
Algunos
meses antes de la fecha de la boda empecé a recibir correos electrónicos donde
exponían sus esperanzas y sueños en desarrollo. Los anoté debidamente y revisé
mi calendario para asegurarme que estábamos haciendo planes para el mismo lugar
y hora. Después los días empezaron a pasar mucho más rápido. Los correos
electrónicos también aumentaron con un alboroto sobre un cambio de iglesia
justo unas cuantas semanas antes del Gran Día. En mi corazón empecé a pedirle
sabiduría al cielo para hablar palabra de Dios ante la comunidad de familia y
amigos que se reunirían para ser testigos de sus promesas de darse amor fiel el
uno por el otro. Y nos reunimos en un edificio de una iglesia en el campo en el
Condado de Lancaster en el centro de Pennsylvania.
La
hermosura y la consideración que se entrelazaron a lo largo del servicio fueron
extraordinarias. Aunque todas las bodas son únicas y muestran sus propias
visiones distintivas del «día más bello y maravilloso», no creo que haya visto
una ceremonia que haya mostrado tal ordenada gracilidad. Pero aunque la riqueza
teológica y estética del servicio merecen su propia crónica, mi interés aquí
está en otra parte.
Por muchos
años me he estado planteando la pregunta: «¿Cómo los estudiantes aprenden a
conectar lo que creen sobre el mundo con cómo viven en el mundo? Esa pregunta
puede legítimamente llevar la conversación a miles de direcciones distintas ya
que le interesan tanto los debates filosóficos como las dinámicas psicológicas,
en preguntas que tratan sobre el llamado y la carrera, tanto en lo académico
como en las responsabilidades relacionales. Todo lo que está debajo del sol…
desde los compromisos más públicos hasta las preocupaciones más personales está
escrito en la forma en que conectamos lo que creemos con cómo vivimos –una
visión de mundo con una forma de vida.
Aquí está
la cuestión: mientras más escucho a los estudiantes, más seguro estoy que es en
sus relaciones que sus creencias más profundas se evidencian más –especialmente
las relaciones entre hombres y mujeres.
No pasa una
semana sin que le hable a una persona de 18 o 25 años sobre las «relaciones».
Ese ha sido el caso por 20 o más años y por consiguiente he tenido MUCHAS conversaciones. Las historias son siempre
distintas, pero hay temas comunes que son inevitables. La risa. El dolor. La
angustia. Las esperanzas. Los sueños. En alguna combinación siempre están
presentes, encontrando una forma creativa más para ser expresada en una
relación entre un joven y una joven. Y he escuchado y he vuelto a escuchar.
En esta
área de la vida, como en cualquier otra, es posible sacar excelentes
calificaciones como reprobar. Lo he visto miles de veces en miles de formas
distintas. Un tipo puede ser teológicamente astuto y sociológicamente sofisticado
y tratar a las chicas en su vida de forma horrible. Una mujer puede tener un
nivel de madurez inusual en casi todas las cosas y tomar las decisiones
más atroces en sus relaciones. Miles de
veces, en miles de formas distintas.
Cuando era
un joven estudiante universitario hace ya un tiempo, en pocos meses después de
escuchar por primer vez la palabra «visión de mundo» fui confrontado con
una «relación» fallida más. Había
actuado de forma egoísta, otra vez. Y en lugar de fortalecer el compromiso y la
comunicación porque una amistada verdadera sabe cómo abordar el egoísmo
–arrepentimiento y perdón– «terminamos». ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Después
de todo, estábamos «saliendo». Por la gracia de Dios ninguno cometió suicidio
–acuérdense de Romeo y Julieta– y por todo lo que he visto no hubo traumas para
toda la vida en ninguno, y a pesar de ello, y a pesar de ello… Tenía ese deseo
por algo más distintiva y profundamente cristiano, alguna forma de tener
relaciones que fueran más verdaderamente formadas por mis creencias básicas
sobre la vida y el amor. De hecho recuerdo que miraba hacia el cielo mientras
conducía a través del campo en un Volkswagen cuando comenzaba mi segundo año de
estudios en la universidad y le decía a Dios: «¿Cuál es tu propósito? ¿Cómo
quieres que sean las relaciones?».
No hubo
rayos, ni señales en el cielo. Pero comencé a pensar… comencé a pensar
cristianamente –usando las palabras de Harry Blamires en The Christian Mind
[«La Mente Cristiana»]– sobre el significado de mis relaciones con las chicas
(en ese entonces las llamaba «chicas», aunque se que las personas de sexo
femenino en edad universitaria son ahora «mujeres» lo que está bien para mí). Y
traté de hacer eso a la luz de esta idea nueva para mí sobre la visión de mundo
cristiana. Parecía lógica realmente. El área de mi vida sobre la cual pensara,
sintiera y cuidara más, esa área debería ser la que ante todo sometiera a esta
nueva forma de pensar que iba a estar conscientemente conectada con mis
compromisos y convicciones como cristiano. En el corazón de esa visión de
mundo, conforme comencé a entenderla, estaba circundante visión del Señorío de
Cristo. No había una sola pulgada cuadrada del todo de la realidad de la cual
Jesús no fuera el Señor. Creía eso y amaba creerlo.
Y tenía
consecuencias en todo. En las artes, la política, la economía, el trabajo, el
estudio, todo –incluso mis relaciones con las chicas. Tuve mis traspiés,
especialmente cuando era estudiante (terminé saliéndome de la universidad
después de mi segundo año y tomando una educación «extraacadémica» de dos años;
una historia que he contado con más detalle en The Fabric of Faithfulness [«La
Fábrica de la Fidelidad»]). Pero estaba comprometido en tratar de ser
diferente, en tratar por primera vez en mi vida joven de entrar en una relación
con las jóvenes mujeres de mi vida sin ningún otro motivo que amarlas sin
egoísmo. Dicho en una sola palabra: ser un amigo.
Eso
requirió que me arrepintiera del lenguaje que había distorsionado tanto mis
relaciones en la adolescencia particularmente la noción que categorizaba a
algunas chicas como «amigas» y a otras como «novias». Eran tipos diferentes de
chicas; todo mundo sabía eso, y nunca se deberían encontrar las dos.
En su
lugar, traté de pensar cristianamente sobre las chicas y sobre la amistad, mis
convicciones profundas me llevaron a preguntarme sobre la posibilidad de una
«amistad redentora» para ver cómo podría ser creer y comportarse como si la
amistad no fuera lo más cercano a lo mejor, después de todo. De hecho, actuar
como si fuera el estándar de Dios, Su expectativa, para los hombres y las
mujeres solteros –sin importar si tuvieran 20… o 60 años. Conforme empecé a
cuestionar más y más mis supuestos culturales –sintiendo la tensión de vivir en
el mundo pero no de este– me encontré a mi mismo menos dispuesto a seguir el
«juego de la citas» y todo lo que implicaba sobre la exclusividad y la
intimidad fuera del matrimonio. Y por más de cinco años viví así. Nunca de
forma perfecta, siempre luchando con y por la integridad, pero aún así
aprendiendo las virtudes de la amistad.
Lo que
ocurrió entre ese compromiso y la decisión cinco años después de comprometerme
con una amiga, Meg –mi ahora esposa por 22 años– es otra historia. Nunca
tuvimos lo que podría llamarse una «relación de citas». De hecho, durante los
años que me salí de la universidad, ella se graduó y se fue a trabajar y a
sacar su posgrado en una universidad en otra parte del país. Nuestro contacto
era intermitente, aunque sí teníamos respeto y afecto duraderos el uno por el
otro. Varios años más tarde empezamos a escribirnos más seriamente lo que
terminó es una visita para Navidad. Por primera vez hablamos sobre matrimonio…
y una semana después nos comprometimos. Mi padre me escribió una carta en la
que muy suavemente me decía: «He estado orando por años para que esperaras a
Meg». Y mi madre le dijo a ella: «Hace años empecé a orar para que tú y Steve
se encontraran». Sentimos una maravillosa confirmación de nuestro débil
esfuerzo por ser amigos fieles de aquellos que nos conocían, en muchas formas,
mejor que nosotros a nosotros mismos.
Años
después, después de ver muchos matrimonios, buenos y no tan buenos, saludables
y no tan saludables, estoy más seguro que nunca de que la amistad es la que
marca a los matrimonios que permanecen. El matrimonio resulta ser una larga
amistad al final; sorpresa de sorpresas, no es una cita larga, después de todo.
Pero por
eso es que me sorprendió tan profundamente esa mañana –comer rosquillas y escuchar a la joven pareja hablar sobre su
decisión de casarse. «Fue obvio que estos dos amigos de secundaria se habían
enamorado en los últimos diez años… se habían encontrado el uno al otro a
través de su amistad profunda. » Hay algo con la amistad, con una amistad
redimida, que hace posible que casados y solteros se preocupen sobre las
cualidades de la camaradería, compañerismo y la colegialidad, características
que sostienen las relaciones siempre y en cualquier lugar. Para decirlo de otra
forma, las amistades que están marcadas por el evangelio del reino, formadas
por la fidelidad en una visión de mundo informada bíblicamente, son aquellas en
que los amigos se preocupan más en servir que en ser servidos. Pensar
cristianamente sobre las relaciones comienza, y quizás termina, ahí.
Hay muchas formas de abordar el matrimonio;
cada historia es única, incluyendo la nuestra. Pero solo hay una forma para
abordar un buen matrimonio, y es a
través de la visión y las virtudes de la amistad.
Derecho de
autor© 1998 Steven Garber. Todos los derechos reservados. Derecho de autor
internacional asegurado. Este artículo fue publicado en Boundless.org el 26 de
noviembre de 1998.
Traducido
por Cristhiam Álvarez Rosales para Enfoque a la Familia®
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