Leer | JUAN
13.34, 35 | Jesús pasó su última noche antes de la
crucifixión recordándoles a los discípulos principios fundamentales. Cuando se
arrodilló para lavar sus pies, les dio un nuevo mandamiento, de amarse unos a
otros. Repetiría esta frase cinco veces (Jn 13.34, 35; 15.12, 17). Enfatizó el
mandamiento porque sabía que no solo era fundamentalmente importante, sino
además uno de los más difíciles de obedecer.
Lo natural
es que pongamos nuestros propios intereses antes que las necesidades de los
demás. Pero, dado que el viejo yo del creyente ha sido crucificado, el Espíritu
de Dios puede vivir en y a través de toda persona. Dar de nosotros mismos a
favor de alguien, armoniza con quienes somos en Cristo. De hecho, mostramos el
amor de Dios cuando nos amamos unos a otros, especialmente a quienes son
difíciles de amar.
Pablo
recogió en sus cartas la insistencia de Jesús de “amaos los unos a los otros”,
y habla de maneras específicas de cómo obedecerla. Dijo que debemos recibirnos
o aceptarnos unos a otros (Ro 15.7), sobrellevar mutuamente las cargas (Gá
6.2), y vivir en paz entre nosotros (1 Ts 5.13).
Al enseñar
a las iglesias, Pablo se basaba en los mismos principios que Jesús enseñó: amor
a Dios y amor de los unos a los otros. Eso es lo que significa ser una iglesia
que honra el nombre de Dios, y que resulta atrayente para los no creyentes.
Puesto que
el atributo más grande de Dios es su amor, su plan es utilizar a sus hijos para
que atiendan las necesidades emocionales, materiales, físicas y espirituales
que existen. Por eso, debemos llenar con el amor de Dios los corazones y las
manos de aquellos que están en nuestra esfera de influencia.
(En
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