Ella era
una mujer agobiada por los afanes de la vida, ahogada en sus propios
desaciertos y pecados.
Había
vívido siempre buscando la aprobación de los hombres, sin darse a sí misma la
estima y el respeto que cada ser humano se debe tener. Hasta ese día había
sacado agua del pozo con un corazón fatigado, una mente confundida y un cuerpo
exhausto.
Cada vez
que iba en busca del agua, su corazón suspiraba, como suspira el alma de
alguien que desesperadamente busca ser amado. Hasta ese día sintió que su vida
era un desierto; hasta ese día sintió que su alma estaba sedienta.
Embebida en
sus pensamientos, mientras repetía la tarea que innumerables veces había
realizado, fue sorprendida por las palabras de un hombre desconocido: -”Dame de
beber”- Al girar para encontrarse con el rostro de este desconocido,
inmediatamente notó que era judío. En su pensamiento se reprochó a sí misma el
estar hablando con él, pues por muchos años los judíos y samaritanos no se
habían tratado.
¿Quién era
este hombre para pedirle a ella de beber? ¿Sería acaso otro más para añadir a
su lista de todos los que la habían llenado de halagos y promesas y luego la
habían abandonado?
Detuvo sus pensamientos, y como resuelta a terminar rápidamente con
esta situación, su respuesta fue directa y con un tono fuerte:
“¿Cómo tú,
siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?” Pero, lo que
ella no sabía era que ese día no se trataba de otro hombre más queriendo
conquistar su alma para aprovecharse de su cuerpo. Lo que ella desconocía por
completo es que ese era un día totalmente diferente en su vida; un día único,
un día en el cual todas las interrogantes de su ser serían respondidas, toda la
sed de su alma sería saciada.
El hombre
del encuentro era Jesús de Nazaret; y Él conocía la condición de esta mujer,
sabía de sus luchas y tristezas, de su sed de ser aprobada y amada; entonces
amablemente le contestó: – “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te
dice: Dame de beber; tú le pedirías, y Él te daría agua viva”. Pero ella había
vivido suficientes decepciones como para creer en palabras bonitas.
Sus pies
estaban demasiado apegados a la tierra, en su corazón no había cabida para
cosas espirituales. ¿Agua viva? ¿Por qué El la llamaría de esta manera? -No,
este hombre no entiende lo que le digo. Entonces su respuesta fue casi irónica:
– “Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues,
tienes el agua viva?
¿Acaso eres
Tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebieron él,
sus hijos y sus ganados?
Ella no podía ver más allá de sus
circunstancias, como la mayoría de las veces nos sucede en nuestras propias vidas.
La
salvación había llegado, estaba tan cerca, a su lado. Sin embargo, ella se
empeñaba en ver las circunstancias, y en lugar de preguntar sobre esa clase de
agua desconocida hasta ese día, ella se concentró en las herramientas y el
método que Él usaría para extraer el agua. Pero Él es paciente y amoroso y sabe
que somos limitados cuando se trata de las cosas del espíritu, entonces más
amablemente que la primera vez le contestó: -”Cualquiera que bebiere de esta
agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no
tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua
que salte para vida eterna”.
Agua viva,
no volver a tener sed jamás, una fuente, vida eterna; todas estas palabras
retumbaron en su mente. Sin saber cómo, sin entender totalmente el significado
de ellas, su corazón comenzó a abrirse a esta maravillosa proposición, entonces
su boca se abrió, así como su corazón, para decirle: -”Señor, dame esa agua,
para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla”.
Lo demás es
historia, una historia que trascendió hasta nuestros días para mostrarnos
varias cosas: Primero, que en Él no hay acepción de personas. Segundo, que Él
conoce nuestros corazones, que Él sabe nuestras vidas. Tercero, que Él nos
invita a todos a beber de Su agua viva para saciar nuestra sed.
Hoy más que
nunca antes, su invitación está vigente.
Es mi deseo
convertido en oración que tú y yo podamos vislumbrar que se trata del agua de
Dios, la única que puede saciar nuestras almas, y que con un corazón agradecido
y humilde vengamos a Él para decirle como aquella mujer samaritana: “Señor,
dame esa agua, para que yo no tenga sed”. Juan 4:1-39.
Fuentes:
Renuevo de Plenitud
Rosalía
Moros De Borregales.
rosymoros@gmail.com
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