Fuisteis
rescatados de vuestra vana manera de vivir…
no con
cosas corruptibles, como oro o plata,
sino con la
sangre preciosa de Cristo,
como de un
cordero sin mancha y sin contaminación.
1 Pedro
1:18-19.
Esta es una
verdad que lleva a hombres valientes a lanzarse a salvamentos peligrosos para
rescatar a alguno de sus semejantes. Si alguien está sepultado por un alud o
perdido en el mar, no vacilan en arriesgar su propia vida para salvarlo. Los
médicos también se movilizan para preservar a toda costa la vida de un enfermo.
A pesar de
la tendencia actual de medir o determinar el valor de todo, la vida humana aún
escapa a toda evaluación.
Para Dios
igualmente la vida no tiene precio. En efecto, para salvar a los seres humanos
perdidos, él dio lo más precioso que tenía: Jesús, su Hijo unigénito.
Porque
murió crucificado, Jesucristo salva de la muerte eterna al que cree, aun cuando
éste deba pasar por la muerte terrenal.
Para Jesús
nuestra salvación no tenía precio. A fin de salvarnos, dejó el cielo, bajó a la
tierra y sacrificó su propia vida. No dio alguna cosa, sino que se dio a sí
mismo.
Nadie puede
pagar el precio de la vida eterna, pero Dios la ofrece a todo aquel que recibe
a Jesucristo como su Salvador personal.
“Cristo nos
amó, y se entregó a sí mismo por nosotros” (Efesios 5:2). “Gracia y paz sean a
vosotros, de Dios el Padre y de nuestro Señor Jesucristo, el cual se dio a sí
mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo” (Gálatas
1:3-4). “Por precio fuisteis comprados” (1 Corintios 7:23). ¡Sí, a gran precio!
Fuentes: El Versículo del Día
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