Lucas
9, 28-36 | En 1928 un profesor norteamericano realizó un
experimento con cientos de personas. El experimento consistió en hacerlos
caminar en campo abierto con sus ojos vendados.
Ni uno solo
caminó en línea recta. Todos se torcieron a derecha o izquierda, describiendo
grandes círculos.
Lo
mismo les sucede a los animales al huir a campo abierto, e incluso a los
pilotos de aeronaves cuando pierden el rumbo.
Parece
estar demostrado que una persona sin rumbo claramente establecido actúa como si
estuviera atontado, dando vueltas y más vueltas, con lo cual no evoluciona, no
crece, no progresa como persona.
Descubrir
el sentido de la vida constituye, pues, una condición indispensable para no dar
vueltas como un tonto, y terminar llegando nuevamente al mismo sitio.
Creo que el
miedo que a veces sentimos cuando nos atrevemos a preguntarnos qué sentido
tiene nuestra propia vida puede deberse, precisamente, al hecho de darnos
cuenta de que estamos haciendo día tras día, y año tras año la misma rutina.
Sˆren
Kirkegard, filósofo sueco, decía con mucha profundidad que “vivimos vidas
de una tranquila desesperación”. Vidas monótonas llenas de problemas
inmediatos, en otras palabras.
Usted sabe
que el Señor Jesús “se hizo igual a nosotros en todo, menos en el
pecado” Hay personas que se olvidan de esto, y lo divinizan tanto
que ya no creen en un hombre-Dios, sino en un Dios que parece un hombre.
Un Dios que nunca tiene miedo.
Pero
Él era un ser humano igual que usted y yo, con sus momentos de angustia y de
miedo, en los cuales tenía que acudir a su Padre, lleno de necesidad, en
busca de ayuda.
Dice un
autor llamado Javier Garrido en su libro “Seguir a Jesús en la vida ordinaria”,
Pág. 64, que el evangelio de este domingo, narra uno de esos momentos.
Comparto con usted su muy interesante enfoque:
“La
transfiguración es la respuesta de Dios-Padre al miedo de los discípulos
y de Jesús mismo.
Hay que
suponer que Jesús no sabía de antemano su destino trágico en el calvario.
Lo fue descubriendo a la luz del rechazo de su mensaje.
Por eso, se
retiró al monte con sus íntimos, porque tenía miedo y quiso encontrar en el
Padre luz y fortaleza”.
Luz y
fortaleza. Luz para saber qué hacer y fortaleza para hacerlo, en la seguridad
de que caminamos bajo la protección de Dios y vamos por buen camino.
¿Acaso
no es eso todo lo que necesitamos en momentos de confusión y de miedo?
Jesús,
después de un largo rato de oración que los discípulos no pudieron aguantar y
se durmieron, recibió del Padre una luz tan portentosa que se transparentó
hasta en su ropa, y aparecieron Moisés y Elías hablando con Él a las
claras de su pasión y muerte.
Y luego se
oyó esa voz amorosa que lo reanima y vigoriza dándole un respaldo total:
Este es
mi hijo, el elegido.
Escúchenlo.
Escúchenlo.
Y el Hijo
del hombre sigue decididamente su camino, confiando en aquella amorosa voz del
Padre y “sabiendo la dicha que le esperaba” (Hechos 12, 2)
La
pregunta de hoy
¿Qué es lo esencial para que mi vida tenga pleno sentido? Saber la dicha que le espera.
¿Qué es lo esencial para que mi vida tenga pleno sentido? Saber la dicha que le espera.
Luis García Dubus, Santo
Domingo. Listín Diario
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