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ROMANOS 3.23-26 | La muerte de Jesús fue fundamental para el
plan de salvación de Dios. La Biblia nos dice que el Hijo del Hombre tuvo que
ser levantado en una cruz, para que todos los que pongan su fe en Él como su
Salvador personal, puedan ser salvos (Jn 3.14, 16) La cruz fue esencial para
que fuéramos redimidos y tuviéramos una relación personal con Él por toda la
eternidad.
Cada uno de
nosotros ha violado la ley de Dios, y la justicia exige que suframos el
castigo. Cuando trabajamos para el Señor y le servimos fielmente, queremos que
Él sea justo recompensándonos. Pero ¿qué pasa cuando pecamos contra Él? Tenemos
una deuda de pecado que hay que pagar, y porque Dios es perfecto y justo, Él no
puede simplemente pasar por alto las transgresiones —hay que hacer expiación
por ellas.
Para que
podamos tener una relación personal con Dios, tiene que haber una manera para
que el hombre, imperfecto y manchado por el pecado, pueda acercarse al Creador
santo, perfecto. Por eso, el Padre celestial proveyó un sustituto: a su Hijo
Jesucristo quien tomó sobre sí mismo nuestro castigo. Si aceptamos ese pago
hecho a nuestro favor, Dios nos declara inocentes, reconciliándonos así con Él,
para que podamos disfrutar de una relación correcta con el Señor para siempre
(Ro 8.6, 10). No hay justificación aparte de la sangre de Jesucristo.
Ser
justificado significa ser declarado “no más culpable”. Con su muerte en la
cruz, Jesús pagó el precio por nuestra reconciliación. Por medio de su sangre,
ahora somos santificados. Si aceptamos este regalo, disfrutaremos de la
comunión con el Todopoderoso, ahora y por la eternidad.
(En
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