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LUCAS 15.11-16 | La independencia es una cualidad muy
valorada. La enseñamos a nuestros hijos, y la exigimos para nosotros mismos.
Existen incluso estatuas y monumentos erigidos como homenajes a la
autosuficiencia y a la libertad.
Pero la
historia del hijo pródigo nos muestra un aspecto menos positivo de la
independencia; un aspecto que, lamentablemente, es parte de la naturaleza
humana. El hijo rebelde se hace cargo de su propia vida, rechazando el amor y
la protección de su padre. Por suerte, la historia no termina con el pecado del
joven; termina con la demostración de la gracia restauradora de Dios.
Pecar
significa actuar independientemente de la voluntad de Dios. Comienza con un
deseo y luego la decisión de ejecutarlo. Cuando lo hacemos, nos encontramos,
como el hijo pródigo, en una “provincia apartada”, fuera y lejos de la voluntad
de Dios. Mantenerse allí es vivir en el engaño. Nos engañamos al pensar que
sabemos más que Dios, ignorando las consecuencias. Después viene la derrota.
Por un tiempo, todo puede parecer estar bien, pero al igual que el hijo
pródigo, descubrimos que nuestro camino lleva a la derrota. Hasta que
finalmente, comenzamos a padecer de hambre espiritual, y de carencias
emocionales. Lo que lleva a la desesperación, donde nuestras opciones son pocas
y nada agradables.
Pero al
igual que la desesperación no es el final de la historia del hijo pródigo,
tampoco tiene que ser el nuestro cuando pecamos. Jesús contó esta historia del
amor perdonador del Padre celestial, pues deseaba darnos a conocer la gracia
restauradora de nuestro Dios.
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