¿Qué
podemos hacer si nuestros hijos se drogan, abusan del alcohol o tienen otras
adicciones igualmente pecaminosas? ¿Qué harías tú, como líder?
Sería maravilloso si pudiéramos decir que
cuando ejercemos algún tipo de liderazgo en la obra del Señor, nuestros hijos
automáticamente reciben una “vacuna” contra el pecado, de tal forma que se
convierten en hijos perfectos, modelos de excelencia para siempre.
Creo que
todos anhelaríamos ser líderes para tener así hijos perfectos, pues la vida es
muy compleja y llena de curvas inesperadas.
Lamentablemente,
sabemos que tal vacuna no existe, pero muchos siguen esperando que los hijos de
los líderes sean el modelo perfecto y, cuando no lo son, viene el reproche y la
acusación de “que no sabe gobernar bien su propia casa”.
Hay quien
comenta que Adán y Eva tuvieron un padre perfecto y aun así pecaron. Creo que
es necesario enfrentar esas situaciones en las que nuestros líderes están
luchando con hijos imperfectos con la misma gracia que Dios nos brinda.
Recuerdo
claramente el día –mi hija era todavía pequeña– cuando Dios habló a mi corazón
diciendo: “Esly, quiero que tengas paciencia con tu hija en su rebeldía, así
como yo la tengo contigo cuando eres rebelde”. Como siempre, hay que tener
presente que no hay padres perfectos en esta Tierra. Todos tuvimos padres y
madres que cometieron errores con nosotros. A final de cuentas, lo que habla
más fuerte es el ejemplo de vida. Aunque nuestros padres nos digan cómo debemos
hacer las cosas bien, su vida es lo que imitamos. “Obedecemos” sus acciones
mucho más que sus palabras. Sin embargo, tengamos en cuenta que ellos trataron
de hacer lo mejor dentro de sus posibilidades.
En segundo
lugar, muchos líderes provienen de hogares disfuncionales. Es un hecho
comprobado que la mayoría de las personas que ejercen profesiones de ayuda
–médicos, psicólogos, trabajadores sociales, pastores, por citar algunas–
crecieron en hogares disfuncionales donde hubo alcoholismo, adulterio,
violencia, divorcios, etc. La ironía es que si sabemos que Dios nos rescató de
allí, ¿por qué pensamos que al transformarnos en líderes la influencia de esos
modelos sobre nosotros se acabó? De no buscar la sanidad activamente,
terminaremos repitiendo lo mismo en nuestras nuevas familias, aun cuando no
queramos. Dios tiene poder para romper modelos pasados, pero nos toca a
nosotros aprender nuevas maneras sanas y sanadoras para tratar con nuestros
hijos.
Sinceramente,
tenemos que reconocer que como líderes nos da vergüenza confesar que nuestros
hijos están en pecado.
Tememos la
crítica de los miembros de la iglesia, su reproche, la acusación de que no
hemos sabido criar a nuestros hijos. Hay ocasiones en que debemos aceptar que
no supimos hacerlo mejor. Tal vez tuvimos modelos inadecuados. Quizá nos
dedicamos tanto al ministerio que ignoramos las necesidades emocionales de
nuestros familiares. Otras veces, quizá, fuimos demasiado duros y legalistas al
exigir por medio de la fuerza humana que nuestros hijos “encajasen” dentro de
un modelo imaginario que llevamos en nuestra mente. Nuestros hijos son iguales
a los demás niños y tienen las mismas necesidades emocionales, espirituales y
físicas. Así como necesitan comer y estudiar, también requieren cariño, tiempo
y atención.
En algunas
ocasiones, aunque hagamos nuestro mejor esfuerzo, nuestros hijos no resultan
ese modelo esperado. Sucede que Dios les dio también a ellos el don del libre
albedrío.
Tengamos en
cuenta, también, que nuestros hijos pecan porque quieren. A pesar de todo lo
que les enseñamos, el tiempo que invertimos en ellos, las oraciones constantes,
la verdad es que algunas veces eligen otro camino. Nuestro corazón se rompe
ante el dolor de ver sus decisiones pecaminosas. Ante esta situación, la
primera pregunta que me formulo es: “¿Qué hace nuestro Padre celestial cuando
pecamos? ¿Deja de amarnos?” ¡Jamás! Sin embargo, tampoco hace de cuenta que no
ha pasado nada. Dios nos trata con misericordia y justicia. Él debería ser
nuestro ejemplo, pero en general nosotros no podemos reaccionar de manera
perfecta y equilibrada.
¿Qué
podemos hacer, entonces, cuando nuestro hijo nos informa que es homosexual? ¿O
cuándo nuestra hija resulta embarazada y sabemos que ocultarlo tras un
matrimonio apresurado va a ser aún peor? ¿O cuándo nuestros hijos se drogan,
abusan del alcohol o tienen otras adicciones igualmente pecaminosas?
Probablemente la reacción de la mayoría de los padres sea llorar, enojarse o
negarse a creer lo que pasa. Quizá algunos intenten esconder la verdad a fin de
evitar la dura crítica que suele producirse cuando el pecado se hace público.
Sin embargo, ¿es esto lo más conveniente?
Es preciso
considerar que primeramente, al descubrir que nuestro hijo o hija no parece
cumplir los sueños que tuvimos desde que eran pequeños, tiene lugar un período
de duelo. Por cierto, todos deseamos lo mejor para los hijos, según nuestro
punto de vista; pero observando, también, la verdad de Dios que es buena, perfecta
y ofrece protección de los males que acarrea el pecado.
Admitir lo
que pasa es una de las realidades más duras en la vida de un padre o de una
madre, pero es absolutamente necesario. Dios no niega nuestro pecado. Nosotros
tampoco debemos hacer de cuenta que no pasa nada con nuestros hijos. No
obstante, Dios nos sigue amando a pesar de nuestra desobediencia. Entonces
nuestro camino es amar a nuestros hijos sin aprobar su pecado.
Quizá este
es el desafío más duro y difícil. Hay que confrontar a los hijos en amor,
aunque tengamos ganas de darles una paliza o echarlos de la casa y crear un
problema más grande en sus vidas. Tampoco debemos tragar nuestra ira, pero no
es adecuado desahogarla sobre ellos.
En momentos
así, nuestros amigos y familiares constituyen nuestro apoyo más grande. Podemos
derramar nuestro corazón en oración delante de Dios, y debemos hacerlo, pero
necesitamos, además, que aquellos que son sensibles a nuestro dolor oren con
nosotros, especialmente cuando hay ocasiones en que ni siquiera logramos
pronunciar palabra a causa de tanta aflicción. Esos amigos que nos aceptan sin
juzgar, son los que brindan más apoyo y no nos hieren con sus opiniones.
Trabajar
con la conducta de nuestros hijos es más complejo. No nos es posible aprobar
sus actos, pero tenemos que aceptar que ellos han tomado sus propias
decisiones. Cuando ellos se arrepienten de sus acciones, podemos ocuparnos
juntos en la restauración de la relación y ayudarles a recuperar sus vidas. Sin
embargo, si insisten en seguir en su pecado, nos toca hablar menos y orar más.
Finalmente,
si pudiéramos ser más transparentes como líderes y admitir la situación de
nuestros hijos frente a las personas con quienes convivimos, esto contribuiría
a que los demás también aprendieran a ser honestos con sus problemas. Muchas
veces la vergüenza nos impide enfrentar esa circunstancia, pero es preciso
aclarar que esta no viene de Dios. La vergüenza proviene de nuestro orgullo
herido: la noción de que soy incapaz de ser un modelo perfecto por mi propio
esfuerzo. Jesús afirmó que Dios conoce profundamente nuestros corazones, y que
estos son malos.
No hace
falta mantener las apariencias. Dios hace que el pecado salga a relucir para
que pueda ser enfrentado, tanto en nuestra vida como en la de las personas que
amamos. Él quiere que aprendamos a odiar el pecado a causa de las consecuencias
dañinas que trae, pero sin dejar de amar al pecador. Es en estos momentos tan
duros cuando aprendemos a amar a nuestros hijos como Dios nos ama, por gracia,
inmerecidamente, solo porque son “nuestros”, “nos pertenecen”, y no porque
hayan hecho gran cosa para merecer nuestro amor. (Tomado de
desarrollocristiano.com)
Por Esly
Carvalho
Fuentes:
Avanza por Más
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