miércoles, 30 de mayo de 2012

Crónicas de un amor apasionado y prohibido


Un día común y corriente. El aburrimiento por las tareas de siempre. El tedio habitual por las obligaciones comunes.
Pero algo pasó. Era un encuentro formal, casi protocolar cuando ella bajó sonriente de aquel auto. Me llamó la atención su risa. Era contagiosa, fresca, sin pudor, parecía feliz. Su presencia, su belleza, era imposible de ignorar...



Surgió de inmediato. Fue amor a primera vista. Intenso, alocado. Dulce, apasionado. Amor que consume, que no entiende razones, que no quiere esperar. Imposible renunciar. Además, ¿por qué hacerlo? Si es tan fuerte que hace palidecer a los amores de novela, de esos que los trovadores cantan y los poetas escriben.

Desde aquel momento nada fue igual. La intensidad del deseo había cambiado el mundo de ambos. Se sentían realmente vivos. Sólo había una alternativa: experimentar la profundidad de ese agudo deseo. Sin embargo, con esa elección se jugaban todo el futuro, porque era un amor prohibido.

Cada uno estaba casado. ¡Cómo lamentaban no haberse encontrado antes! Cada uno tenía su familia; con todo, esos lazos significaban nada. Se pusieron de acuerdo: el divorcio y un rápido casamiento. Tras unos meses de agonía por la separación momentánea y en medio del llanto de las familias destruidas, iniciaron su nueva vida, felices por la concreción de ese sueño tan ansiado.

Los que no conocían la historia de amor veían a una pareja feliz, con el brillo de un amor vivo y penetrante. Seguramente, en lo secreto de sus almas, hasta envidiaban ese sentimiento profundo que encontraba su cauce en los brazos del otro amante. Pero para quien quisiera mirar debajo de la superficie del presente y levantara la mirada apenas por encima del hombro, vería un pasado totalmente diferente. Encontraría que esa mujer está unida por otro lazo a este amante. Sabrían que en realidad es su sobrina, hija de su hermano. Él, su actual marido, la vio crecer, unirse en matrimonio y abrazar la maternidad de una pequeña, tan hermosa como su madre. Los años pasaron y cuando se volvieron a encontrar en la plenitud de la vida, el sentimiento simplemente surgió.

Cada uno estuvo dispuesto a perderlo todo con tal de ganar el amor del otro. Es que con la fuerza de este amor, la vida había cobrado una dimensión más profunda, más etérea, hasta más espiritual. Quizá por eso, después de los encuentros iniciales, comenzaba a asomar una cierta culpa por el negro pasado de traición y abandono. ¡Cómo empañaba los momentos más felices! ¿Habrá alguna forma de librarse de ella?

De en medio del populacho, irrumpe un día cualquiera, un hombre sin casta, poder ni nombre, que publica en el diario popular, todo el pasado de esta historia de amor prohibido. Hasta se atreve, de moralista santurrón, a denunciar la relación como impúdica e ilícita.

Como es de suponer, los amantes enfurecen. Si su amor era lo más puro e intenso que conocían, ¿quién era éste para decirles a ellos qué hacer y cómo obrar? Ellos, sí, ellos que eran verdaderos referentes políticos, de alcurnia, casta y posición encumbrada al fin eran felices. Al fin habían encontrado el amor y ahora eran malinterpretados por los dichos de este vulgar predicador.

Sabían que estaban en boca de todos, por culpa de ese religioso moralista que se creía mejor que los demás. La gente decía que en realidad lo era, probablemente lo haya sido, pero ¿a quién le importa? Cada uno hace con su vida privada lo que mejor le parece. ¿Desde qué posición se cree con derecho de digitar la vida de los otros? ¿Qué se tiene que meter? ¿Por qué tiene que juzgar?

La incertidumbre y las cavilaciones pronto, muy pronto se retroalimentaron tanto que surgió un odio irascible. Pensar que sólo semanas antes habían charlado, después de la reunión con este predicador, en la posibilidad de bautizarse juntos, de así sepultar el pasado y seguir una vida más tranquilos. ¡Qué terrible dolor fue cuando públicamente sacó los trapitos al sol! Ese bautizador o “bautista”, como han dado en llamarle, dijo que nadie puede violar las leyes de Dios sin pagar las consecuencias y que Dios prohíbe el adulterio. ¡Así llamó a nuestro amor! – piensa ella, y agrega para sí misma: Nos mandó a separarnos. ¿Es así de terminante? ¿No hay lugar en esa religión para nosotros? ¿Eso quiere decir? Si todo el mundo lo hace… por qué a nosotros nos condena. ¿Y el amor de Dios dónde está? ¿Y el perdón del que predica?

Cuando el sol rojo de la tarde teñía como de sangre el horizonte, se hallaron los amantes preguntándose: ¿qué haremos?... Y ninguno dice la verdad, ninguno confiesa sus verdaderos planes, pero cado uno piensa que por defender al otro y al amor en común desearían sellar los labios de ese predicador; mejor un poco más, que desaparezca.

Pasan algunos meses y surge la oportunidad perfecta. Por otra parte, no están solos. Se sienten apoyados por muchos otros que descubiertos en su pecado desearían hacer algo. Ellos serán los salvadores de su amor. En nombre del amor, del poder y de la inteligencia, conspiran para evitar un escándalo público y para salvaguardar el prestigio del otro, de ambos; de lo que son y de lo que tienen. ¿Por qué perder algo si pueden tenerlo todo?

Una salida elegante, sin culpables y… asunto terminado.
Mataron al Bautista.

¿Será así? ¿Será que los sentimientos intensos son suficientes para direccionar nuestra vida? ¿Validan nuestro proceder? ¿Podremos hacer lo que queramos y cerrar definitivamente el capítulo de esa historia como quien voltea una página?

Un rotundo ¡noooo! surge como respuesta de los siglos. La vida se entreteje con los hilos de todos los días. Cada decisión siempre trae sus consecuencias. Cada elección las conlleva.

El elegir un amor prohibido, en este caso, los llevó por caminos fortuitos signados por la muerte y el dolor.
Agucemos la vista: el suegro de él, no aceptó que se divorciara de su hija y la humillara así por una sobrina. No pudo tolerar el insulto y lo enfrentó. Lamentablemente no lo hizo mano a mano, sino que mandó sus ejércitos al campo de batalla. Miles resultaron muertos por un amor infiel. Encima, le declaró la guerra económica y lapidó todas sus reservas. Se quedó con todo por venganza. Los programas de chimentos de la tarde hacían una lectura apocalíptica y decían que la calamidad de Herodes – así se llamaba nuestro protagonista – se debía a lo que hicieron con el bautizador. Nadie osó hablar de la pasión desenfrenada. Es que eso, en nuestro tiempo, pertenece al mundo de lo privado.

Ese amor prohibido fue más fuerte que cualquier lazo, pero eso no legitima el sentimiento. Dios no lo blanquea con un poco de religión, ni lo acepta como si tal cosa. Ese era el pensamiento de Juan y por su convicción estuvo dispuesto a morir. Los otros, a matar.

Fuentes: Enfoque a la familia
Dres. José Luis y Silvia Cinalli
Ministerio de Restauración Sexual

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