ABC | La influencia que los progenitores tienen
en sus hijos es determinante, pero gran parte de ella ni siquiera
sabemos cómo ha tenido lugar porque se organiza a partir de los deseos
que van de los padres a los hijos y viceversa.
Los estados de ánimo de la madre poseen, en un primer momento, gran importancia en la constitución psíquica del hijo. Sentirse feliz y al poco tiempo triste
es habitual tras el parto. Reconocerlo y poner palabras al miedo y a lo
que se siente es lo mejor que se puede hacer. El padre debe apoyarla y
ayudarla para que pueda elaborar un proceso psíquico intenso.
En
los primeros momentos, la madre puede tener miedo a no ser capaz de
hacerse cargo del bebé. Esto se debe, de un lado, a la situación de
fragilidad que siente y, de otro, a que sufre una regresión psíquica que
le hace identificarse con el bebé y revivir en cierta medida la
relación con su madre.
Atraviesa,
en fin, momentos de desestructuración que debilitan sus defensas, lo
que se traduce en la necesidad de conquistar una nueva posición
subjetiva, lo que con frecuencia provoca un estado depresivo. Por lo
general, casi todas las madres se reponen de esos miedos según
comprueban que se van haciendo cargo de la situación y elaboran su
historia.
Estados depresivos
El
advenimiento de estos estados depresivos se acepta como un fenómeno
prácticamente universal en personas sanas. Pero cuando la depresión se
mantiene en el tiempo y la mujer no la reconoce, se puede crear un ambiente psicológico que altera la salud de los hijos.
Esta
manifestación suele estar vinculada a la idea de no poder cumplir con
algunas de las tareas que impone la nueva situación. Una de ellas
consiste en formar y conservar una familia, algo que puede peligrar
cuando el padre o la madre están deprimidos. En ocasiones la depresión
del padre, o determinados rasgos neuróticos, dejan sola a la madre y
esta no puede sostener su lugar materno.
Winnicott,
psicoanalista inglés con mucha experiencia en tratar a niños y escuchar
a madres, cuenta a este respecto el caso de una madre que acudió a su
consultorio con su hijo porque estaba preocupada por la pérdida de peso del niño.
Al
especialista le resultó evidente que se trataba de una mujer deprimida,
y comprendió que, por el momento, la preocupación por su hijo le
proporcionaba cierto alivio, ya que la sacaba de sus preocupaciones
habituales. A través del contacto con el pequeño, Winnicott descubrió
que su enfermedad comenzó con uno de los habituales choques entre el
padre y la madre.
En
realidad, el marido maltrataba a su esposa y se sentía feliz mientras
ella padecía un estado depresivo crónico. Cuando ayudó al niño a
comprender la situación familiar, este volvió a comer. Si bien lo que
Winnicott recomendó a la madre fue una psicoterapia, pues
ayudarla a ella repercutiría favorablemente en su hijo, porque así él
no tendría que ejercer de bálsamo para que su madre pensara en otras
cosas.
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