Hay una trampa muy deceptiva que el enemigo ha
creado para alejarnos de la voluntad de Dios:
la ofensa.
Al viajar
por razones de ministerio a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos, he
podido observar una de las más mortales y engañosas trampas del enemigo. Es una
trampa que atrapa a innumerable cantidad de cristianos, corta las relaciones y
abre aún más las brechas que existen entre nosotros. Es la trampa de la ofensa.
Muchas
personas no logran cumplir en forma efectiva su llamado debido a las heridas y
los dolores que las ofensas han causado en sus vidas. Ese obstáculo los
incapacita para funcionar en la plenitud de su potencial. La mayoría de las
veces es otro creyente quien los ha ofendido, y esto hace que la persona que
sufre la ofensa la viva como una traición. En el Salmo 55:12-14, David se
lamenta:"Porque no me afrentó un enemigo, lo cual habría soportado; ni se
alzó contra mí el que me aborrecía, porque me hubiera ocultado de él; sino tú,
hombre, al parecer íntimo mío, mi guía, y mi familiar; que juntos comunicábamos
dulcemente los secretos, y andábamos en amistad en la casa de Dios".
Estas son
las personas con las que nos sentamos y con quienes cantamos, o quizá sea el
que está predicando desde el púlpito. Pasamos nuestras vacaciones juntos,
asistimos a las mismas reuniones sociales, y compartimos la misma oficina. O
quizá sea algo aún más cercano. Crecemos con ellos, les confiamos nuestros
secretos, dormimos con ellos. Cuanto más estrecha es la relación, más grave
será la ofensa. El odio más intenso se encuentra entre las personas que alguna
vez estuvieron unidas.
Los
abogados pueden hablar de los peores casos que han manejado, y en su mayoría
son los juicios de divorcio. Los medios nos informan continuamente sobre
asesinatos cometidos por personas de una misma familia que han llegado a la
desesperación. El hogar, que supuestamente debe ser un refugio para protección,
provisión y crecimiento, donde aprendamos a dar y recibir amor, muchas veces es
la raíz misma de nuestro dolor. La historia nos demuestra que las guerras más
sangrientas son las guerras civiles. Hermano contra hermano. Hijo contra padre.
Padre contra hijo.
Las
posibilidades de ofensas son tan infinitas como la lista de relaciones
existente, sean éstas sencillas o complejas. Esta antigua verdad aún es válida:
sólo las personas a quienes amamos pueden herirnos. Siempre esperamos más de
ellos, más grandes son las expectativas, más profunda es la caída.
En nuestra
sociedad reina el egoísmo. Hombres y mujeres buscan hoy sólo lo que ellos
desean, desatendiendo e hiriendo así a quienes los rodean. Esto no debe
sorprendernos. La Biblia dice claramente que en los últimos días los hombres
serán "amadores de sí mismos" (2 Timoteo 3:2). Es de esperar que así
sean los no creyentes, pero Pablo aquí no está refiriéndose a quienes están
fuera de la iglesia sino a quienes forman parte de ella. Muchos están heridos,
lastimados, amargados. ¡Están ofendidos! Pero no comprenden que han caído en la
trampa de Satanás.
¿Es nuestra
la culpa? Jesús dijo muy claramente que es imposible vivir en este mundo sin
que exista la posibilidad de ser ofendidos. Pero la mayoría de los creyentes se
sienten conmocionados, asombrados y atónitos cuando esto sucede. Creemos que
somos los únicos a quienes les ha sucedido. Esta actitud nos hace vulnerables a
que crezca en nosotros una raíz de amargura. Por lo tanto, debemos estar
preparados y armados para enfrentar las ofensas, porque la forma en que
respondamos a ellas determinará cómo será nuestro futuro.
La trampa del engaño
La palabra
griega que se utiliza en el texto de Lucas 7:1 para aludir al tropiezo (ofensa)
se deriva de la palabra skandalizo. Esta palabra se refería, originalmente, a
la parte de la trampa en la que se colocaba la carnada. De allí que la palabra
signifique algo así como colocar una trampa en el camino de una persona. En el
Nuevo Testamento muchas veces se la utiliza para referirse a una trampa
colocada por el enemigo. La ofensa es una herramienta del diablo para llevar
cautivas a las personas. Pablo instruía al joven Timoteo, diciéndole: Porque el
siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para
enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá
Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo
del diablo, en que están cautivos a la voluntad de él (2 Timoteo 2:24-26,
itálicas agregadas).
Aquellos
que luchan o se oponen caen en una trampa y son hechos prisioneros de la
voluntad del diablo. Lo más alarmante es que no son conscientes de su estado.
Como el hijo pródigo, deben volver en sí mismos y despertar para poder
comprender cuál es su verdadera situación. No comprenden que están vertiendo
agua amarga en un lugar de agua pura. Cuando una persona es engañada, cree que tiene
la razón, aunque no sea así.
No importa
cuál sea la situación, podemos dividir a todas las personas ofendidas en dos
grandes categorías: 1) quienes han sido tratados injustamente, y 2) quienes
creen que han sido tratados injustamente. Los que corresponden a esta segunda
categoría creen con todo su corazón que han sido tratados en forma injusta.
Muchas veces han sacado sus conclusiones basándose en una información inexacta.
O su información es exacta, pero la conclusión está distorsionada. Sea cual sea
el caso, están heridos, y su entendimiento está oscurecido. Juzgan basándose en
presunciones, apariencias, y comentarios de terceros.
El verdadero estado del corazón
Una forma
en que el enemigo mantiene a la persona atada a su estado es guardando la ofensa
escondida, cubierta por el manto del orgullo. El orgullo impide que uno admita
cuál es la verdadera situación.
Cierta vez,
dos ministros hicieron algo que me hirió mucho. La gente me decía: "No
puedo creer que te hayan hecho esto. ¿No te lastima lo que hicieron?"
Y yo
respondía rápidamente: "No, estoy bien. No me causa dolor". Yo sabía
que no era correcto sentirme ofendido, por lo cual negaba mi estado y lo
reprimía. Me convencía a mí mismo de que no estaba ofendido, pero en realidad
sí lo estaba. El orgullo cubría lo que verdaderamente sentía en mi corazón.
El orgullo
impide que enfrentemos la verdad. Distorsiona nuestra visión. Cuando creemos
que todo está bien, no cambiamos nada. El orgullo endurece el corazón y
oscurece la visión de nuestro entendimiento. Nos impide ese cambio de corazón,
el arrepentimiento, que nos puede hacer libres (ver 2 Timoteo 2:24-26).
El orgullo
hace que nos consideremos víctimas. Nuestra actitud, entonces, se expresa así:
"He sido maltratado y juzgado injustamente; por lo tanto, mi
comportamiento está justificado". Creemos que somos inocentes y hemos sido
acusados falsamente, y por consiguiente, no perdonamos. Aunque el verdadero
estado de nuestro corazón esté oculto para nosotros, no lo está para Dios. El
hecho de que hayamos sido maltratados no nos da permiso para aferrarnos a la
ofensa. ¡Dos actitudes equivocadas no son iguales a una correcta!
La cura
En el libro
del Apocalipsis, Jesús se dirige a la iglesia de Laodicea diciéndole, en primer
lugar, que ella misma se considera rica, poderosa, como si no necesitara nada;
pero luego deja al descubierto cuál es su verdadera situación: un pueblo
"desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo" (Apocalipsis
3:4-20). Habían confundido su riqueza material con fortaleza espiritual. El
orgullo les ocultaba su verdadero estado.
Hoy en día
hay muchas personas así. No ven cuál es el verdadero estado de su corazón, de
la misma manera que yo no podía ver el resentimiento que sentía hacia esos
ministros. Me había convencido a mí mismo de que no estaba herido. Jesús le
dijo a los de Laodicea cómo salir de ese engaño: comprar oro de Dios y ver cuál
era su verdadera situación.
Comprar oro de Dios
La primera
instrucción que les dio Jesús para ser libres del engaño fue: "...yo te
aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego" (Apocalipsis 3:18).
El oro
refinado es suave y maleable, está libre de corrosión y de otras sustancias.
Cuando el oro está mezclado con otros metales (cobre, hierro, níquel, etc.). se
vuelve duro, menos maleable, y más corrosivo. Esta mezcla se llama
"aleación". Cuanto mayor es el porcentaje de metales extraños, más
duro es el oro. Por el contrario, cuanto menor es el porcentaje de aleación,
más suave y maleable es el oro.
Inmediatamente
vemos el paralelo: un corazón puro es como el oro puro (suave, maleable,
manejable). Hebreos 3:13 dice que los corazones son endurecidos por el engaño
del pecado. Si no perdonamos una ofensa, ésta producirá más fruto de pecado,
como amargura, ira y resentimiento. Estas sustancias agregadas endurecen
nuestros corazones de la misma manera que una aleación endurece el oro. Ello
reduce o quita por completo la ternura, produciendo una pérdida de la
sensibilidad. Nuestra capacidad de escuchar la voz Dios se ve obstruida.
Nuestra agudeza visual espiritual disminuye. Es un escenario perfecto para el
engaño.
El primer
paso para refinar el oro es molerlo hasta hacerlo polvo y mezclarlo con una
sustancia llamada fundente. Luego, la mezcla se coloca en un horno donde se
derrite a fuego intenso. Las aleaciones e impurezas son captadas por el
fundente y suben a la superficie. El oro, más pesado, permanece en el fondo.
Entonces se quitan las impurezas, o escorias (es decir, el cobre, hierro o
zinc, combinado con el fundente) con lo cual el metal precioso queda puro.
Observemos lo que dice Dios: "He aquí te he purificado, y no como a plata;
te he escogido en horno de aflicción" (Isaías 48:10). También dijo:
"En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si
es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida
a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero
se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea
manifestado Jesucristo,..." (I Pedro 1:6,7).
Dios nos
refina con aflicciones, pruebas y tribulaciones, cuyo calor aparta impurezas
tales como la falta de perdón, la contienda, la amargura, el enojo, la envidia,
y otras similares, del carácter de Dios en nuestras vidas.
El pecado
se esconde fácilmente cuando no está al calor de las pruebas y las aflicciones.
En tiempos de prosperidad y éxito, aun un hombre malvado parece amable y
generoso. Pero bajo el fuego de las pruebas, las impurezas salen a la
superficie.
Hubo un
tiempo en mi vida en que pasé por pruebas intensas, como nunca antes había
enfrentado. Me volví rudo y cortante con las personas que más cerca de mí
estaban. Mi familia y mis amigos comenzaron a evitarme.
Entonces
clamé a Dios: "¿De dónde sale toda esta ira? ¡No estaba aquí antes!"
El Señor me
respondió: "Hijo, es cuando el oro se derrite que brotan las
impurezas". Entonces me formuló una pregunta que cambió mi vida.
"¿Puedes ver las impurezas en el oro antes de que sea puesto al
fuego?" "No", respondí. "Pero eso no significa que no estén
allí", dijo él. "Cuando te tocó el fuego de las pruebas, estas
impurezas salieron a la superficie. Aunque estaban ocultas para ti, siempre
fueron visibles para mí. Ahora tienes que tomar una decisión que afectará tu
futuro. Puedes continuar enfadado, culpando a tu esposa, tus amigos, tu pastor
y todas las personas con las que trabajas, o puedes reconocer la escoria de
este pecado como lo que es y arrepentirte, recibir el perdón y tomar mi
cucharón para quitar todas esas impurezas de tu vida".
Ver cuál es nuestro verdadero estado
Jesús dijo
que nuestra capacidad para ver correctamente es otro elemento clave para ser
liberados del engaño. Muchas veces, cuando nos ofenden, nos vemos como víctimas
y culpamos a los que nos han herido. Justificamos nuestra ira, nuestra falta de
perdón, el enojo, la envidia y el resentimiento que surgen. Algunas veces hasta
nos resentimos con quienes nos recuerdan a otras personas que nos han herido.
Por esta razón, Jesús aconsejó a la iglesia: "unge tus ojos con colirio,
para que veas" (Apocalipsis 3:18). ¿Ver qué? ¡Ver cuál es nuestro
verdadero estado! Esa es la única forma en que podemos ser celosos y
arrepentirnos, como Jesús ordena a continuación. Nos arrepentimos sólo cuando
dejamos de culpar a los demás.
Cuando
culpamos a los demás defendemos nuestra posición, estamos ciegos. Luchamos por
quitar la paja del ojo de nuestro hermano mientras tenemos una viga en nuestro
ojo. La revelación de la verdad es la que nos trae libertad. Cuando el Espíritu
de Dios nos muestra nuestro pecado, siempre lo hace en una forma que parece
separada de nosotros. De esta manera nos trae convicción, no condenación.
Mi oración
es que la Palabra de Dios alumbre los ojos de su entendimiento para que pueda
ver cuál es su verdadero estado y sea libre de cualquier ofensa que esté
guardando en su interior. No deje que el orgullo le impida ver y arrepentirse.
*
-- Extracto
tomado del libro, ahora también disponible en tamaño bolsillo, La trampa de
Satanás de John Bevere. Una publicación de Casa Creación. Usado con permiso
Fuentes:
Vida Cristiana
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