Leer:
Isaías 6:1-8 | Algo que anteriormente solía molestarme era que, cuanto más me
acercaba a Dios, más pecador me sentía. Al tiempo, un fenómeno que observé en
mi habitación me hizo recapacitar: una pequeña abertura en la cortina de la
ventana dejaba pasar un rayo de luz.
Al mirar, vi partículas de polvo que volaban
en el reflejo. Sin ese rayo, el cuarto parecía limpio, pero la luz revelaba las
partículas de suciedad.
Ese hecho
arrojó luz sobre mi vida espiritual. Cuanto más me acerco al Señor de la luz,
con más claridad me veo. Cuando la luz de Cristo ilumina la oscuridad de
nuestra vida, expone el pecado; pero no lo hace para desanimarnos, sino para
que confiemos humildemente en Él. No podemos depender de nuestra propia
justicia, porque somos pecadores y no alcanzamos los estándares de Dios
(Romanos 3:23). Cuando somos orgullosos, la luz revela nuestro corazón, y
clamamos como Isaías: «¡Ay de mí! […]; porque siendo hombre inmundo de labios,
[…] han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Isaías 6:5).
Dios es
absolutamente perfecto en todo. Para acercarse a Él, es necesario tener
humildad y confianza como la de un niño, y dejar de lado la jactancia y el
orgullo. Es por su gracia que nos atrae hacia Él. Es bueno sentirnos indignos
cuando nos acercamos a Dios, porque esto nos enseña a ser humildes y nos hace
depender solamente de Él.
No hay lugar
para el orgullo cuando caminamos con Dios.
Nuestro Pan
Diario
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