Nosotros pensamos que la ceguera y la sordera
espiritual son solamente del hombre impío. Pero la peor ceguera y sordera es la
nuestra, la de quienes tenemos ojos para ver y oídos para oír, cuando volvemos
la espalda al Espíritu Santo (Heb. 3:7-8).
Nacimos de nuevo para ver el reino de Dios, y
nacimos del Espíritu para entrar en este reino (Juan 3:3-5). Nuestros ojos
fueron abiertos para ver a Cristo y su reino en nosotros, porque fuimos hechos
por Él un reino y sacerdotes para Dios (Ap. 1:6).
Pero, como aconteció con aquel ciego de
Betsaida, nosotros, al principio, no percibimos claramente las cosas de Dios
(Mr. 8:22-25). Los ojos de nuestro entendimiento aún deben ser abiertos que
veamos más allá de nuestra redención (Ef. 1:18-19). Por eso es necesario que el
milagro continúe, para que podamos ver totalmente. Necesitamos volvernos
fructíferos en el conocimiento de Cristo. Para esto tenemos que añadir a
nuestra fe la virtud.
La fe sin obras es muerta, pero la fe operante,
la fe que es del Hijo de Dios, obra en nosotros lo que es agradable delante de
Dios por medio de Jesucristo (Heb. 13:21). No son sólo obras, sino obras de fe.
Por eso, en su segunda carta, Pedro continúa diciendo: “Añadid a vuestra fe,
virtud; a la virtud, conocimiento”. La virtud es la acción de la persona de
Cristo en nosotros, operada por fe, y esta virtud trae conocimiento de él.
En ese conocimiento gozamos del fruto del
Espíritu, que es dominio propio, longanimidad, piedad, fraternidad y por fin el
amor, el vínculo perfecto, la esencia de Dios. Abundando en nosotros esas
cosas, no estaremos ociosos ni sin fruto en el pleno conocimiento de nuestro
Señor Jesucristo. Noten que es en el “pleno” conocimiento, no sólo en aquel
conocimiento primario de nuestra redención.
El Espíritu continúa enseñándonos que, en quien
no están estas cosas, es ‘ciego’, viendo solamente lo que está cerca,
olvidándose hasta de la purificación de sus antiguos pecados (v. 9). Esta es
una palabra de exhortación a los santos que fueron regenerados. Son hijos de
Dios que vieron sus pecados perdonados, pero por no crecer en el conocimiento
de Cristo, se olvidaron hasta de su redención. Éstos, a pesar de tener ojos
para ver, son llamados ciegos e infructíferos.
Por eso no necesitamos sólo de visión, sino de
vida. En Él está la vida, y la vida es la luz de los hombres (Juan 1:4). Sólo
podemos ser luz si la vida de nuestro Señor es abundante en nosotros. Y sólo
puede ser abundante si tomamos nuestra cruz y lo seguimos.
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