Recuerdo
ese día muy bien. Yo era joven: tendría cuatro o cinco años. Hicimos algo
inusual ese día, al menos inusual para mi casa. Hicimos biscochos. Con mi madre
ayudando en la lechería de la que era propietaria y operaria la familia, no quedaba
mucho tiempo para hornear biscochos. Pero ese día, por la razón que fuera,
hicimos biscochos.
Para ese
tiempo, mi abuelo, que luego perdería su vista debido a la diabetes, todavía
podía ver. También para ese entonces, tenía varios caballos a tan solo un
cuarto de milla de nuestra casa. Ese día mi abuelo estaba fuera con los
caballos, y uno de nosotros, mi mamá o yo, decidimos que yo debería llevarle un
biscocho.
Ahora bien,
desde pequeña, las tareas eran muy importantes para mí. Tenía mis responsabilidades
en alta estima. No solo quería hacer cosas… quería hacerlas a la perfección.
Así que me dirigí, descalza, desde mi casa, biscocho en mano, hacia el corral
donde mi abuelo estaba trabajando.
Sin
embargo, al llegar allí encontré un enorme problema para una niñita con un
biscocho en su mano: la cerca que me separaba del lado de mi abuelo. Había un
portón que conectaba la cerca. Era una vieja y grisácea estructura de aluminio
con unas cuatro piezas horizontales sostenidas por una larga pieza diagonal.
Con una
altura de alrededor de unos cinco pies, aquello era monstruoso.
Peor aún,
lo que lo sostenía erecto, no lo mantenía firme. Así que el portón se sacudía
peligrosamente de arriba hacia abajo con cualquier presión que se le aplicase.
Para una pequeña como yo, ese portón presentaba un gran problema. No era lo
suficientemente grande para abrirlo. No podía gritar lo suficientemente alto
para que el abuelo me oyese. Así que al analizar la situación en mi mente,
decide que mi única opción era escalar la cosa. Hoy me doy cuenta de que
hubiera sido inteligente el meter el biscocho por entre el portón antes de
iniciar su escalada. Desafortunadamente, no pensaba con tal claridad ese día.
En vez, biscocho en mano, comencé a trepar.
La cosa iba
bastante bien hasta que llegué a la cima. Al encaramar mi pierna por sobre la
estructura superior, me quedé sin manos para mantenerme estable justo cuando el
portón se sacudió en la otra dirección. Recuerdo al abuelo gritándome que me
detuviese y esperase. Recuerdo haberle contestado algo así como: “¡Mira,
abuelo! Te traje un biscocho”.
Lo
siguiente que recuerdo es haber golpeado el duro suelo del otro lado con un
golpe seco. Lo otro que recuerdo es ver al biscocho aplastado como una tarta
plana de lodo chocolate junto a mí. El abuelo llegó a mi lado como en unos diez
segundos luego de caer al suelo. Yo estaba absolutamente histérica. Él me
recogió y me sostuvo, diciéndome que todo estaría bien y preguntándome si
estaba herida.
En todo lo
que yo podía pensar era en el biscocho aplastado. Su biscocho. Había fracasado
en la tarea. Le había fallado.
Me tomó
muchos largos años aprender la lección de aquel día. La verdad es que a él no
le importaba en absoluto el tonto biscocho. Le importaba yo.
Aprendí
esto solamente cuando me di cuenta que esa es la misma manera en que Dios se
comporta con nosotros. Estamos todos preocupados por los biscochos que hemos
hecho y que le traemos a Él… tales como nuestros logros, nuestras buenas obras
y nuestros ministerios. Pero la realidad es que a Él no le importan nuestros
biscochos… ¡le importamos nosotros! Y en realidad no le importa si nuestros
biscochos quedan aplastados en el camino o si nunca fueron perfectos en primer
lugar. Todo lo que le importa es sostenernos para preguntarnos cómo nos
sentimos, dónde nos duele, y abrazarnos hasta que nos sintamos mejor.
Me tomó
mucho tiempo el estar agradecida por caerme de aquel portón, pero ahora veo la
lección: aquellos biscochos, aquellas tareas, y el ser perfecta no se ven tan
importantes. Lo que es importante, todo lo que es importante, es que Él me ama.
Todo lo demás es biscochos y a Él no le importan los biscochos.
Staci
Stallings, copyright 2005
Tú eres lo
màs importante para Dios. No son las cosas, eres tú. Mirálo, Él te espera
porque te ama.
Ya que eres
precioso a mis ojos, digno de honra, y yo te amo, daré a otros hombres en lugar
tuyo, y a otros pueblos por tu vida. No temas, porque yo estoy contigo; del
oriente traeré tu descendencia, y del occidente te reuniré. Isaiás
43:4,5.
Fuentes: Renuevo de Plenitud
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