LEA: Isaías
30:1-5, 18-19 | Uno de los primeros juegos entre padres e hijos es una especie
de susto falso. El padre esconde la cara detrás de las manos y, de pronto, se
descubre y dice: «¡Acá está…!». El niño se ríe ante la sonsera.
La
diversión de este juego se termina el día que el niño se asusta de verdad.
Entonces, ya no es asunto de risa. El primer susto real suele estar relacionado
con separarse de los padres. Inocentemente, el niño va de un lado a otro tras
cosas que lo atraen, hasta que se aleja. Pero cuando se da cuenta de que está
perdido, entra en pánico y grita pidiendo ayuda. De inmediato, los padres salen
corriendo para que el niño sepa que no está solo.
Cuando
crecemos, nuestros sustos falsos se vuelven sofisticados: libros de terror,
películas, juegos en parques de diversiones. Tener miedo es tan estimulante que
quizá comenzamos a tomar mayores riesgos para que la emoción aumente.
Sin
embargo, cuando aparece algo realmente atemorizante, tal vez nos damos cuenta
de que, como los israelitas (Isaías 30), nos hemos alejado de Aquel que nos ama
y se preocupa por nosotros. Ante el peligro, entramos en pánico. Nuestro pedido
de ayuda no requiere palabras sofisticadas ni una defensa justificada, sino un
clamor de desesperación.
Como un
padre amoroso, Dios responde rápidamente porque anhela que vivamos bajo la
protección de su amor, donde nunca hay motivo para tener miedo.
Confiar en
la fidelidad de Dios ayuda a disipar nuestros temores.
(Nuestro Pan
Diario)
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