LEA: Mateo
9:35–10:1 | Una vez, un amigo mío pasó un día instalando grandes losas de
piedra en su jardín. Cuando su hija de cinco años rogó que la dejara ayudar, él
le sugirió que cantara para alentarlo. Ella se negó, ya que quería ayudar. Con
mucho cuidado, el padre la dejó poner sus manos sobre las piedras mientras la movía.
Sin ella,
podría haber colocado las losas en menos tiempo; sin embargo, al final del día,
no solo tenía losas nuevas, sino una hija que rebosaba de orgullo. Esa noche,
ella anunció: «Papá y yo colocamos las losas».
Desde el
principio, Dios ha dependido de personas para que su obra avance. Después de
equipar a Adán para que cultivara la tierra y supervisara los animales, dejó el
trabajo del huerto en sus manos (Génesis 2:15-20).
El patrón
ha continuado. Cuando Dios quiso una morada en la Tierra, no descendieron del
cielo un tabernáculo y un templo, sino que miles de artistas y artesanos
trabajaron para diseñarlo (Éxodo 35–38; 1 Reyes 6). Cuando Jesús proclamó la
llegada del reino de Dios a este mundo, invitó a seres humanos para que
ayudaran. Dijo a sus discípulos: «Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe
obreros a su mies» (Mateo 9:38).
De la misma
manera que un padre obra con sus hijos, así también Dios nos da la bienvenida a
todos como colaboradores en su reino.
Dios
utiliza siervos humildes para llevar a cabo grandes obras.
(Nuestro Pan
Diario
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