LEA: Santiago 3:1-12 | Harry Truman, un expresidente de los Estados
Unidos, tenía una regla: toda carta escrita con enojo debía permanecer en su
escritorio durante 24 horas, antes de ser despachada. Si al final de ese
período de «enfriamiento» sus sentimientos no habían cambiado, la mandaría. Al
final de su vida, las cartas que no había enviado llenaban un cajón grande de
su escritorio.
En esta era de comunicaciones inmediatas, ¡cuánta vergüenza nos
ahorrarían tan solo 24 minutos de sabio domino propio! En su epístola, Santiago
trata un tema universal de la historia humana al escribir sobre el daño que
puede producir una lengua descontrolada: «ningún hombre puede domar la lengua,
que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal» (3:8).
Cuando chismeamos o hablamos enojados, no estamos dentro de los
parámetros que Dios desea. Nuestra lengua, nuestro bolígrafo e incluso nuestro
teclado deberían permanecer con más frecuencia en silencio, y nuestro corazón
seguir agradecido por el dominio propio que Dios provee. Muy a menudo, cuando
hablamos, les recordamos a los demás cuán caídos estamos los seres humanos.
Si queremos sorprender a los demás con la diferencia que hace Cristo,
solo tenemos que controlar la lengua. Sin duda, los demás se darán cuenta
cuando honremos a Dios con lo que decimos… o dejamos de decir.
El que guarda su boca y su lengua su alma guarda de angustias.
—Proverbios 21:23
(Nuestro Pan Diario)
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