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Hebreos 11:8-16 | Cuando era jovencita, una tarde, mi mejor
amiga de la escuela secundaria y yo salimos a andar a caballo. Lentamente,
cabalgamos por campos con flores silvestres y frondosas arboledas. Pero cuando
dimos la vuelta en dirección al granero, los caballos partieron hacia la casa a
todo galope. Nuestros amigos equinos sabían que era hora de que les dieran
comida y una buena cepillada, y estaban ansiosos por llegar.
Como
creyentes en Cristo, nuestro verdadero hogar es el cielo (Filipenses 3:20). Sin
embargo, a veces, estamos aferrados al aquí y el ahora. Nos encantan las buenas
dádivas de Dios: el matrimonio, los hijos, los nietos, los viajes, las
profesiones y los amigos. Al mismo tiempo, la Biblia nos desafía a centrarnos
en «las cosas de arriba» (Colosenses 3:1-2), las cuales pueden incluir los
beneficios invisibles del cielo: la presencia permanente de Dios (Apocalipsis
22:3-5), el reposo perpetuo (Hebreos 4:9) y una herencia eterna (1 Pedro 1:4).
Hace poco,
leí: «Los creyentes desean la herencia celestial, y cuanto más sólida es la fe,
más ferviente es [el deseo]». Varios creyentes del Antiguo Testamento que se
mencionan en Hebreos 11 tenían una fe firme en el Señor que los capacitaba para
abrazar las promesas antes de que estas se cumplieran (v. 13). Una de esas
promesas era el cielo. Si nosotros también confiamos en Dios, Él nos dará ese
deseo por la «patria celestial» (v. 16), y ya no nos aferraremos más a este
mundo.
Para el
creyente, cielo es sinónimo de hogar.
(Nuestro
Pan diario
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