Nunca pensé
que haría esto, o que estaría aquí. Me encuentro de pie en una playa del
noreste de los Estados Unidos, viendo la puesta de sol sobre unas blancas dunas
y una hierba de color amarillo pálido. A medida que el sol se retira en el
horizonte, alabo al Señor Jesús por la agitada marea, pues soy de una ciudad
situada a mil millas de distancia, y nos mudamos recientemente a este lugar.
Hace pocos
meses, mi esposo y yo dejamos nuestros empleos y familiares para estudiar en un
seminario de Boston. Cuando él me dijo que le gustaría dejar su carrera en una
importante estación de televisión para convertirse en estudiante a tiempo
completo, sí no fue lo primero que salió de mis labios. Cuando me pidió que
renunciara a dirigir el programa sin fines de lucro que yo había fundado a
principios de ese año, no me sentí nada emocionada. Teníamos un plan de ahorros
de jubilación, una casa preciosa, y lo necesario para alcanzar el sueño
americano. Éramos, a los ojos de nuestros compañeros, personas exitosas.
Renunciar a la vida que teníamos para estudiar la Biblia, fue una idea que dejé
sobre la mesa mientras me preguntaba: ¿Podría ser realmente buena?
A todo el
mundo le encanta una buena historia, pero pocos de nosotros consideramos que
Dios nos llama a vivir una de esas historias. Piense en esto: un buen libro o
una buena película tienen una trama intrigante, con angustias, y escenas
fuertes y emocionantes. Los héroes y las heroínas de nuestras películas
favoritas van en busca de conflictos, y al final resultan vencedores. La chica
conquista al galán; y el galán consigue alcanzar su meta y conquistar a la
chica. Sin embargo, muchos cristianos se conforman con una vida cómoda, que no
representa un reto. Si no damos cabida a la emociones fuertes, usted y yo
corremos el riesgo de vivir una mala historia. No triunfaremos.
Los
evangelios nos revelan que Jesús era famoso por aceptar gustosamente el
conflicto. El rabí Jesús sabía cómo enojar a quienes lo veían enseñar, con
comentarios tales como comer mi carne y beber mi sangre (Jn 6.56). Pero su
polémica historia no terminó con su cuerpo azotado y colgado en una cruz. Al
igual que cualquier buen trozo literario, la historia de Jesús narra una
batalla donde abundan las victorias. Venció obstáculos como la enfermedad, el
pecado y la muerte para glorificar a su Padre en el cielo. En realidad, todo lo
que Jesús dijo e hizo giraba en torno al reino de los cielos. Plenamente hombre
y plenamente Dios, Jesús vivió en la Tierra conforme a las leyes del cielo.
Jesús llama
a sus discípulos a vivir historias parecidas. La meta, en realidad, es ser más
como Él. Pero los evangelios nos muestran también que seguir a Jesús exige un
gran costo. Lucas 5 relata lo que sucedió cuando Jesús llamó a sus primeros
discípulos, Pedro y Andrés. Los hermanos habían estado pescando toda la noche,
sin sacar un solo pez; después que Jesús les sugirió que echaran las redes una
vez más, los dos hombres se sorprendieron al ver que su barca se hundía por la
enorme cantidad de peces acumulados en la cubierta.
Antes de
hacer poco caso a este relato, por ser una historia conocida, es importante que
nos detengamos por un minuto en lo que no sucedió. Los hombres podrían haberse
llevado el pescado al mercado y venderlo, porque eso es lo que se hace cuando
se es un pescador. Podrían haber dado las gracias a Jesús por la increíble
bendición, y adquirido una barca mejor. Pero no hicieron nada de eso. Lucas nos
dice que los hombres, dejando todo, le siguieron. Seguir a Jesús les costó su
trabajo, sus familias, y mucho dinero.
Cuando me
convertí en cristiana, no pensé en lo que podría costarme seguir a Cristo. No
pensé que seguirle significaría dejar mi trabajo, mudarme lejos de mis
familiares, ni renunciar a mis sueños cuando éstos se estaban realizando.
Cuando el Señor me invitó a seguirlo, me rescató de una falta de identidad y me
reclamó como suya. Pero, ¿para qué me rescató? ¿Para darme una casa bonita? ¿Un
buen empleo?
Cierto día,
hace poco, cuando solicité un empleo en nuestra nueva ciudad, me pidieron que
escribiera cuáles eran mis metas profesionales. Frente a las proposiciones
contradictorias de perder mi vida por causa del evangelio (Mt 10.39), y la
ambición de promoverme a mí misma, me quedé mirando las líneas en blanco de la
solicitud durante un tiempo que parecieron horas. Me habría gustado decir que
era haber logrado alcanzar una meta profesional muy reconocida cuando cumpliera
los 50 años, pero de repente sentí como si mi trabajo no importaba. “Una madre
para los huérfanos” sonaba mucho más interesante. O “revelar el mensaje del
evangelio, no importa las circunstancias”. ¿O qué tal este: “Amar a
Cristo”?
No hay nada
malo en tener una carrera. El reino de Dios se beneficia con cristianos que
trabajen, y las personas se benefician con el dinero que ganan. Sin embargo,
estoy descubriendo que la carrera no es lo que nos define. Tampoco el género,
el nivel socio-económico, ni nuestro papel como cónyuge, o como padre o madre.
Aunque
seguir a Cristo en un territorio nuevo me plantea más preguntas acerca de mí
misma que respuestas, he empezado a dar cabida a una historia diferente acerca
del éxito. Dios está interesado en la manera en que pueda utilizarnos;
particularmente cuando nos negamos a nosotros mismos para extender el
evangelio. Estoy aprendiendo que perder la vida por la causa de Cristo
significa encontrarla a los pies de su trono.
Un día,
toda persona estará ante el glorioso y resplandeciente trono de Dios, y se le
pedirá que dé cuenta de su vida. A veces, me gusta imaginar que estoy allí, y a
Jesús en el lugar de honor a la diestra de Dios. En mi visión, Dios no me pide
que le cuente simplemente cualquier historia. Él quiere escuchar la historia de
cómo triunfé.
La frase
“al que venciere”, está escrita siete veces en el libro de Apocalipsis,
específicamente en las cartas dictadas a las siete iglesias de Asia Menor. Cada
carta termina con una promesa de galardón a los que venzan. Y aunque las cartas
contienen más de diez promesas de riquezas en el cielo, encuentro que una es
particularmente impactante por el lugar donde se ubica a los creyentes en
relación con el trono. “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi
trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono”
(3.21). Seguir a Jesús no es simplemente un llamado a venir a Él y morir; es
una invitación a vivir abrazados a nuestro Padre celestial, como niños sentados
en su regazo.
No puedo
decir con certeza que cuando Jesús le dice al joven rico: “Vende todo lo que
tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo” (Lc 18.22),
significa literalmente vaciar su cuenta bancaria, vender sus equipos
electrónicos, y darle su computadora al indigente de la esquina. Sin embargo,
para triunfar realmente en la vida, tenemos que dar cabida a la posibilidad de
que el Señor Jesús podría pedirnos lo mismo a nosotros. Es posible que un día
le invite a dejar las cosas y las personas que usted más ama. Tal vez le estará
invitando simplemente a vivir una gran historia.
Por Jessica
Haberkern
Fuente: En
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