sábado, 16 de junio de 2012

Palabras que sanan



Proverbios 12:18 dice: “Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada; mas la len­gua de los sabios es medicina”. Las Escrituras están llenas de ejemplos de esta verdad, de cómo las palabras adecuadas dichas en el momento preciso (a menudo por parte de mujeres) tienen el poder de conmover corazones y vidas, y cam­biar el curso de la historia. Para bien.

En cierto sentido, esas palabras también son como armas. Pero no dañan a las personas. Se usan para combatir el mal, para abrirse camino entre el temor y la duda, el engaño, el desaliento y la desesperación. Usamos esas armas para repeler al enemigo y contrarrestar el daño que haría a las personas que amamos.
Las siguientes son algunas de las mejores armas que tenemos a nuestra disposición:

Consejos piadosos basados en la Biblia.

En períodos de crisis, en un momento de necesi­dad, cuando una persona viene a nosotras con un problema, cuando vemos que una persona va camino al peligro o el desastre, a menudo tenemos la oportunidad y el privilegio de decirle algo importante para su vida, de traspasar la oscuridad y la confusión y señalarle la Luz. A veces es un caso único y especial, una suerte de “encuentro orquestado por Dios”; con otras per­sonas, tendremos esa oportunidad una y otra vez. (Luego hablaremos más sobre la enseñanza, el entrenamiento y cómo ser mentores en el capítulo 10). A menudo podemos inspirarnos en nuestras propias experiencias y en nuestros fra­casos además de nuestros logros. Hay cosas que hemos aprendido de personas sabias que encon­tramos en el camino y cosas que aprendimos por nuestra cuenta (por lo general, a fuerza de cometer errores). Pero lo más importante son las cosas que Dios nos enseñó en las páginas de su Palabra, los principios bíblicos que son la base de nuestra vida y nuestra fe. Es fundamental que la sabiduría que impartamos no sea meramente sabiduría humana o terrenal, sino “la sabiduría que es de lo alto”. La Biblia nos dice que es fácil reconocer este tipo de sabiduría porque es pura, pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipo­cresía (Stg. 3:17). Puede que necesitemos esta sabiduría de repente y de manera inesperada, o natural y frecuentemente en el transcurso del día. Una manera de prepararnos es asegurarnos de pasar todos los días un tiempo en la presencia de Dios, estudiar su Palabra, buscar su rostro, pedirle que nos dé sabiduría —que nos llene de ella—, de manera que cada vez que la necesite­mos, la tengamos.

Verdad expresada en amor.

A menudo se dice con bastante ligereza: “¡La verdad duele!”. Y a veces es así. Puede ser dolorosa, especialmente cuando expone un área de debilidad, autoen­gaño o pecado. Pero es mucho más fácil de recibir si se dice en amor. El hecho es que existen situaciones que nos exigen corregir a los demás y hacerlos responsables de sus acciones o su com­portamiento. Otras circunstancias nos exigen que mantengamos cierta norma (especialmente una norma bíblica) y llamemos a los demás al arrepentimiento y a volver a la obediencia a la Palabra de Dios. Casi siempre, esto sucede durante una conversación o confrontación man­tenida con personas con quienes tenemos una relación profunda, con personas que conocemos íntimamente, con quienes tenemos confianza y nos hemos ganado el derecho de hablar. En cualquier caso, este tipo de corrección amorosa solo debe hacerse en oración y con mucho cui­dado e interés por la otra persona. No debería darnos ninguna alegría. Si sentimos siquiera un dejo de victoria o satisfacción arrogante ante la idea de poner a la persona en su lugar, debemos echarnos atrás… ¡inmediatamente! Pero si nos compungimos en nuestro corazón por ellos, si de verdad queremos lo mejor para ellos y si (des­pués de orar con sinceridad y pedir a Dios que nos guíe) estamos absolutamente convencidas de que es una verdad que debemos decir —en ese preciso momento y en ese preciso lugar—, entonces hemos de proceder con valor santo, con bondad y compasión, porque a veces decir la verdad es lo más amoroso que podemos hacer (Jn. 8:32).

Elogios y aprecio sinceros.

¿Cuándo fue la última vez que hicimos saber a alguien cuánto lo amamos, cuánto lo valoramos y cuánto apre­ciamos lo que aporta a nuestra vida y la de los demás? Sin duda, la mayoría de las personas son bien conscientes de sus defectos y errores, pero ¿qué hay de sus fortalezas, sus éxitos y logros, sus talentos y dones especiales? Sabemos lo mucho que significa para nosotras cuando nos sentimos desalentadas, agotadas y “[cansadas] de hacer el bien”, y de repente alguien nos elogia, nos agra­dece o nos hace saber que ha notado nuestro esfuerzo. ¡Cómo nos levanta el ánimo y nos alegra el día! Necesitamos adoptar el hábito de hacer lo mismo por los demás, de tomarnos el tiempo — de hacer el tiempo— todos los días para eso.

“El aprecio puede cambiarle el día a alguien, incluso cambiarle la vida. Todo lo que se necesita es la disposición a expresarlo con palabras”. —Margaret Cousins

Una vez, asistí a un taller en un congreso para maestros titulado “Sorpréndelos haciendo lo bueno”. La premisa de la oradora consistía en que, en lugar de estar atentas al mal comporta­miento y reprender a los niños constantemente, deberíamos buscar ejemplos del buen compor­tamiento y recompensar los actos de obedien­cia realizados con alegría, los actos de bondad y generosidad y los buenos modales que podamos observar. Insistió que era una estrategia mucho más eficaz para mantener la disciplina de una clase. La oradora nos aseguró que los niños que estuvieran a nuestro cargo se sentirían mucho más motivados por los elogios y refuerzos positi­vos que por la atención negativa que recibían por portarse mal. Cuando volví a mi clase, decidí probarlo… y tengo que decir que los cambios en su comportamiento y en su actitud fueron sor­prendentes… ¡igual de sorprendentes que mis cambios!

Tal vez hayas oído la historia real de otra profesora que una vez pidió a sus estudiantes de los primeros años de escuela secundaria que escribieran una cosa que admiraban o aprecia­ban de cada uno de sus compañeros de clase. Después, juntó todos los comentarios y repar­tió a los estudiantes la lista de las cosas que sus compañeros admiraban de ellos. Para muchos de esos estudiantes, fue un momento decisivo, una experiencia que les cambió la vida. Muchos años después, cuando uno de ellos murió en la guerra de Vietnam, se encontró en su billetera la antigua lista hecha jirones: se encontraba entre sus posesiones más preciadas.

Piénsalo: ¿A cuáles de las personas que te rodean —en tu familia, tu iglesia, tu escuela u oficina, tu vecindario o comunidad— les vendría bien un elogio sincero o una expresión sentida de aprecio por tu parte?

Humor que aligera la carga.

La Biblia dice: “El corazón alegre constituye buen remedio…” (Pr. 17:22). Después de miles de años y cientos de estudios de investigación, ¡los médicos y cientí­ficos se han puesto de acuerdo! Existe un poder sanador en el humor positivo y edificante. De alguna manera, la risa alivia el estrés y libera tensiones; nos ayuda a relajarnos. Cuando nos reímos de nosotros mismos y con los demás, podemos deshacernos de una gran cantidad de emociones poco saludables. Decir algunas tonte­rías ayuda mucho a aliviar los síntomas del dolor físico, emocional y psicológico. Algunas muje­res tienen una gran habilidad para eso, ¡un don para la comedia! Pero todas nosotras podemos aprender a usar un poco de frivolidad de vez en cuando para aligerarle la carga a otra persona.

Exhortación y aliento.

Todas nosotras esta­mos rodeadas de personas necesitadas de oír que vemos el potencial que Dios les dio y que creemos en ellas. Tenemos las mejores expectati­vas de lo que Él logrará en ellas y a través de sus vidas. A veces incluso podemos ver en ellas cosas que ellas no ven. Pero una vez que lo vislum­bran, nuestra fe en ellas se convierte en lo que las motiva e inspira, el motor que las impulsa a avanzar y crecer hasta alcanzar todo lo que esta­ban destinadas a ser. Tenemos el privilegio de alentarlas a cada paso, de retarlas a “tener sue­ños grandes y esforzarse mucho más”. Cuando se encuentran con obstáculos o se quedan sin combustible, podemos ser la voz que les diga: “¡No abandones la lucha! ¡Tú puedes lograrlo! ¡Sé que puedes! Dios está contigo. Él te ayudará. Y yo también”.

Compasión y comprensión.

Esto es el opuesto de las críticas y los juicios condenatorios. Es extender a los demás la misericordia y la gracia que hemos recibido. Les hacemos saber que no están solos; hay alguien que ve, alguien que se preocupa por ellos, alguien que comprende lo que están pasando. Nuestros problemas pueden ser parecidos a los de ellos o pueden no serlo, pero nosotras sabemos lo que es sentirse solo, rechazado, traicionado. Hemos cometido nues­tra propia cuota de errores. Sabemos lo que se siente al caer y fracasar. También sabemos dónde encontrar la fortaleza para volver a levan­tarnos, aprender a amar, confiar y reintentarlo. Así que los encaminamos en esa dirección. Y oramos por ellos. Mejor aún, oramos con ellos.

Una vez vi una conferencia de prensa enca­bezada por un hombre que acababa de perderlo todo —su esposa, sus dos hijas muy pequeñas y su suegra— cuando un avión militar impactó contra su casa unos días antes de Navidad. Con lágrimas en los ojos, este hombre expresó su profunda preocupación por el piloto que había salido ileso, pues se imaginaba que seguramente estaría destrozado por lo que había hecho. El hombre pidió a todos los oyentes que oraran por el piloto: “Quiero que él sepa que no lo culpo. No fue su culpa. No tuvo la intención de hacerlo. Quiero que él se quede en paz”. ¡Qué regalo tan increíble le dio este hombre a ese piloto! Es el tipo de compasión y comprensión a imagen de Cristo a la que todos hemos sido llamados. Sin embargo, verla expresada ante nuestros ojos nos deja sin aliento.

“Para unos ojos hermosos, busca el bien en los demás; para unos labios hermosos, di solo palabras amables; y para un buen porte, camina en el conocimiento de que nunca estás sola”. —Audrey Hepburn

Un oído atento.

¿Qué le dices a una persona que acaba de perder el trabajo o la casa, un hijo o un cónyuge? ¿A alguien que está pasando un sufrimiento físico, emocional, mental o espiri­tual? Romanos 12:15 nos exhorta a llorar con los que lloran. Debemos consolarlos con nues­tra presencia y nuestro amor. Dejar que Dios use nuestros brazos para abrazarlos, nuestros oídos para escucharlos. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de miseri­cordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consola­dos por Dios” (2 Co. 1:3-4).

A veces nos apuramos demasiado en inten­tar “arreglar” y mejorar las cosas. He caído en esa trampa. Muchas veces me he sorprendido intentando resolver los problemas de mis ami­gos ofreciéndoles lo que pretendo que sean sugerencias útiles. “¿Has pensado en esto? ¿Has probado con aquello? Tal vez si…”. A menudo derriban una idea tras otra. Tienen un millón de razones por las cuales no funcionará nada de lo que les digo. Pero sigo intentándolo, en lugar de entender el mensaje: “Necesito tu compasión, no tus soluciones. Un oído que escucha, no una lista de cosas que debo hacer”. No sé por qué me cuesta tanto captar eso, especialmente si tengo en cuenta lo frustrante que me resulta cuando otras personas me hacen lo mismo. Supongo que en verdad solo quiero ayudar, del mismo modo que otros solo quieren ayudarme a mí. Pero hace algunos años, aprendí a ser franca con mis ami­gos y mi familia, y a decirles: “Quizá más ade­lante te pida un consejo sobre este tema; en este momento solo necesito que me escuches”. Ahora cuando me hacen una confidencia, intento acor­darme de preguntarles: “¿Cómo te puedo ayudar con esto? ¿Estás buscando una caja de resonan­cia? ¿Quieres mis sugerencias? ¿O estás bus­cando un hombro donde llorar? Lo que sea que necesites, te lo daré”.

Estas son solo algunas de las armas pode­rosas que tenemos a nuestra disposición en la batalla encarnizada entre el bien y el mal, que se da a nuestro alrededor. Hay muchas maneras en que podemos usar nuestras palabras para ayu­dar y traer sanidad. Es posible que de este lado de la eternidad nunca sepamos el impacto que han tenido en la vida de las personas a quienes afectamos, aunque a veces Dios nos dé un atisbo, un vistazo por adelantado. ¡Qué privilegio tan maravilloso ser su vasija, su voz! Impartir con palabras su vida, su amor, su gozo y su paz al corazón de otra persona. Y en cierto sentido, es muy sencillo, muy fácil. Cualquiera puede hacerlo. En cualquier momento. En cualquier lugar.

Sin embargo, puede ser el reto de toda una vida domar la lengua, dominar este gran poder, y aprender a usarla para el bien de manera sis­temática. Puede exigir una dedicación inmensa y un esfuerzo enorme de nuestra parte resis­tir la tentación de nuestra inclinación egoísta, superar nuestra debilidad humana y alcanzar el potencial que nos ha sido dado. Francamente, es imposible lograrlo por nosotras mismas. Nece­sitamos que el Espíritu de Dios nos ayude. Y no solo con las palabras que se nos escapan… sino con la fuente de esas palabras: nuestro corazón.

Y en cierto sentido, es muy sencillo, muy fácil. Cualquiera puede hacerlo. En cualquier momento. En cualquier lugar. Sin embargo, puede ser el reto de toda una vida domar la lengua, dominar este gran poder, y aprender a usarla para el bien de manera sis­temática. Puede exigir una dedicación inmensa y un esfuerzo enorme de nuestra parte resis­tir la tentación de nuestra inclinación egoísta, superar nuestra debilidad humana y alcanzar el potencial que nos ha sido dado. Francamente, es imposible lograrlo por nosotras mismas. Nece­sitamos que el Espíritu de Dios nos ayude. Y no solo con las palabras que se nos escapan… sino con la fuente de esas palabras: nuestro corazón.

- Tomado del libro Mujer, descubre el impacto y el poder de tus palabras, por Christin Ditchfield. Publicado por Editorial Portavoz. Usado con permiso.

Fuente: Vida Cristiana

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