Proverbios
12:18 dice: “Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada; mas la
lengua de los sabios es medicina”. Las Escrituras están llenas de ejemplos de
esta verdad, de cómo las palabras adecuadas dichas en el momento preciso (a
menudo por parte de mujeres) tienen el poder de conmover corazones y vidas, y
cambiar el curso de la historia. Para bien.
En cierto
sentido, esas palabras también son como armas. Pero no dañan a las personas. Se
usan para combatir el mal, para abrirse camino entre el temor y la duda, el
engaño, el desaliento y la desesperación. Usamos esas armas para repeler al
enemigo y contrarrestar el daño que haría a las personas que amamos.
Las
siguientes son algunas de las mejores armas que tenemos a nuestra disposición:
Consejos piadosos
basados en la Biblia.
En períodos
de crisis, en un momento de necesidad, cuando una persona viene a nosotras con
un problema, cuando vemos que una persona va camino al peligro o el desastre, a
menudo tenemos la oportunidad y el privilegio de decirle algo importante para
su vida, de traspasar la oscuridad y la confusión y señalarle la Luz. A veces
es un caso único y especial, una suerte de “encuentro orquestado por Dios”; con
otras personas, tendremos esa oportunidad una y otra vez. (Luego hablaremos
más sobre la enseñanza, el entrenamiento y cómo ser mentores en el capítulo
10). A menudo podemos inspirarnos en nuestras propias experiencias y en
nuestros fracasos además de nuestros logros. Hay cosas que hemos aprendido de
personas sabias que encontramos en el camino y cosas que aprendimos por
nuestra cuenta (por lo general, a fuerza de cometer errores). Pero lo más
importante son las cosas que Dios nos enseñó en las páginas de su Palabra, los
principios bíblicos que son la base de nuestra vida y nuestra fe. Es
fundamental que la sabiduría que impartamos no sea meramente sabiduría humana o
terrenal, sino “la sabiduría que es de lo alto”. La Biblia nos dice que es
fácil reconocer este tipo de sabiduría porque es pura, pacífica, amable,
benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni
hipocresía (Stg. 3:17). Puede que necesitemos esta sabiduría de repente y de
manera inesperada, o natural y frecuentemente en el transcurso del día. Una
manera de prepararnos es asegurarnos de pasar todos los días un tiempo en la
presencia de Dios, estudiar su Palabra, buscar su rostro, pedirle que nos dé
sabiduría —que nos llene de ella—, de manera que cada vez que la necesitemos,
la tengamos.
Verdad
expresada en amor.
A menudo se
dice con bastante ligereza: “¡La verdad duele!”. Y a veces es así. Puede ser
dolorosa, especialmente cuando expone un área de debilidad, autoengaño o
pecado. Pero es mucho más fácil de recibir si se dice en amor. El hecho es que
existen situaciones que nos exigen corregir a los demás y hacerlos responsables
de sus acciones o su comportamiento. Otras circunstancias nos exigen que
mantengamos cierta norma (especialmente una norma bíblica) y llamemos a los
demás al arrepentimiento y a volver a la obediencia a la Palabra de Dios. Casi
siempre, esto sucede durante una conversación o confrontación mantenida con
personas con quienes tenemos una relación profunda, con personas que conocemos
íntimamente, con quienes tenemos confianza y nos hemos ganado el derecho de
hablar. En cualquier caso, este tipo de corrección amorosa solo debe hacerse en
oración y con mucho cuidado e interés por la otra persona. No debería darnos
ninguna alegría. Si sentimos siquiera un dejo de victoria o satisfacción
arrogante ante la idea de poner a la persona en su lugar, debemos echarnos
atrás… ¡inmediatamente! Pero si nos compungimos en nuestro corazón por ellos,
si de verdad queremos lo mejor para ellos y si (después de orar con sinceridad
y pedir a Dios que nos guíe) estamos absolutamente convencidas de que es una
verdad que debemos decir —en ese preciso momento y en ese preciso lugar—,
entonces hemos de proceder con valor santo, con bondad y compasión, porque a
veces decir la verdad es lo más amoroso que podemos hacer (Jn. 8:32).
Elogios y
aprecio sinceros.
¿Cuándo fue
la última vez que hicimos saber a alguien cuánto lo amamos, cuánto lo valoramos
y cuánto apreciamos lo que aporta a nuestra vida y la de los demás? Sin duda,
la mayoría de las personas son bien conscientes de sus defectos y errores, pero
¿qué hay de sus fortalezas, sus éxitos y logros, sus talentos y dones
especiales? Sabemos lo mucho que significa para nosotras cuando nos sentimos
desalentadas, agotadas y “[cansadas] de hacer el bien”, y de repente alguien
nos elogia, nos agradece o nos hace saber que ha notado nuestro esfuerzo.
¡Cómo nos levanta el ánimo y nos alegra el día! Necesitamos adoptar el hábito
de hacer lo mismo por los demás, de tomarnos el tiempo — de hacer el tiempo—
todos los días para eso.
“El aprecio
puede cambiarle el día a alguien, incluso cambiarle la vida. Todo lo que se
necesita es la disposición a expresarlo con palabras”. —Margaret Cousins
Una vez,
asistí a un taller en un congreso para maestros titulado “Sorpréndelos haciendo
lo bueno”. La premisa de la oradora consistía en que, en lugar de estar atentas
al mal comportamiento y reprender a los niños constantemente, deberíamos
buscar ejemplos del buen comportamiento y recompensar los actos de obediencia
realizados con alegría, los actos de bondad y generosidad y los buenos modales
que podamos observar. Insistió que era una estrategia mucho más eficaz para
mantener la disciplina de una clase. La oradora nos aseguró que los niños que
estuvieran a nuestro cargo se sentirían mucho más motivados por los elogios y
refuerzos positivos que por la atención negativa que recibían por portarse
mal. Cuando volví a mi clase, decidí probarlo… y tengo que decir que los
cambios en su comportamiento y en su actitud fueron sorprendentes… ¡igual de
sorprendentes que mis cambios!
Tal vez
hayas oído la historia real de otra profesora que una vez pidió a sus
estudiantes de los primeros años de escuela secundaria que escribieran una cosa
que admiraban o apreciaban de cada uno de sus compañeros de clase. Después,
juntó todos los comentarios y repartió a los estudiantes la lista de las cosas
que sus compañeros admiraban de ellos. Para muchos de esos estudiantes, fue un
momento decisivo, una experiencia que les cambió la vida. Muchos años después,
cuando uno de ellos murió en la guerra de Vietnam, se encontró en su billetera
la antigua lista hecha jirones: se encontraba entre sus posesiones más
preciadas.
Piénsalo:
¿A cuáles de las personas que te rodean —en tu familia, tu iglesia, tu escuela
u oficina, tu vecindario o comunidad— les vendría bien un elogio sincero o una
expresión sentida de aprecio por tu parte?
Humor que
aligera la carga.
La Biblia
dice: “El corazón alegre constituye buen remedio…” (Pr. 17:22). Después de
miles de años y cientos de estudios de investigación, ¡los médicos y
científicos se han puesto de acuerdo! Existe un poder sanador en el humor
positivo y edificante. De alguna manera, la risa alivia el estrés y libera
tensiones; nos ayuda a relajarnos. Cuando nos reímos de nosotros mismos y con
los demás, podemos deshacernos de una gran cantidad de emociones poco
saludables. Decir algunas tonterías ayuda mucho a aliviar los síntomas del
dolor físico, emocional y psicológico. Algunas mujeres tienen una gran
habilidad para eso, ¡un don para la comedia! Pero todas nosotras podemos
aprender a usar un poco de frivolidad de vez en cuando para aligerarle la carga
a otra persona.
Exhortación
y aliento.
Todas
nosotras estamos rodeadas de personas necesitadas de oír que vemos el
potencial que Dios les dio y que creemos en ellas. Tenemos las mejores
expectativas de lo que Él logrará en ellas y a través de sus vidas. A veces
incluso podemos ver en ellas cosas que ellas no ven. Pero una vez que lo
vislumbran, nuestra fe en ellas se convierte en lo que las motiva e inspira,
el motor que las impulsa a avanzar y crecer hasta alcanzar todo lo que estaban
destinadas a ser. Tenemos el privilegio de alentarlas a cada paso, de retarlas
a “tener sueños grandes y esforzarse mucho más”. Cuando se encuentran con
obstáculos o se quedan sin combustible, podemos ser la voz que les diga: “¡No
abandones la lucha! ¡Tú puedes lograrlo! ¡Sé que puedes! Dios está contigo. Él
te ayudará. Y yo también”.
Compasión y
comprensión.
Esto es el
opuesto de las críticas y los juicios condenatorios. Es extender a los demás la
misericordia y la gracia que hemos recibido. Les hacemos saber que no están
solos; hay alguien que ve, alguien que se preocupa por ellos, alguien que
comprende lo que están pasando. Nuestros problemas pueden ser parecidos a los
de ellos o pueden no serlo, pero nosotras sabemos lo que es sentirse solo,
rechazado, traicionado. Hemos cometido nuestra propia cuota de errores.
Sabemos lo que se siente al caer y fracasar. También sabemos dónde encontrar la
fortaleza para volver a levantarnos, aprender a amar, confiar y reintentarlo.
Así que los encaminamos en esa dirección. Y oramos por ellos. Mejor aún, oramos
con ellos.
Una vez vi
una conferencia de prensa encabezada por un hombre que acababa de perderlo
todo —su esposa, sus dos hijas muy pequeñas y su suegra— cuando un avión
militar impactó contra su casa unos días antes de Navidad. Con lágrimas en los
ojos, este hombre expresó su profunda preocupación por el piloto que había
salido ileso, pues se imaginaba que seguramente estaría destrozado por lo que
había hecho. El hombre pidió a todos los oyentes que oraran por el piloto:
“Quiero que él sepa que no lo culpo. No fue su culpa. No tuvo la intención de
hacerlo. Quiero que él se quede en paz”. ¡Qué regalo tan increíble le dio este
hombre a ese piloto! Es el tipo de compasión y comprensión a imagen de Cristo a
la que todos hemos sido llamados. Sin embargo, verla expresada ante nuestros
ojos nos deja sin aliento.
“Para unos
ojos hermosos, busca el bien en los demás; para unos labios hermosos, di solo
palabras amables; y para un buen porte, camina en el conocimiento de que nunca
estás sola”. —Audrey Hepburn
Un oído
atento.
¿Qué le
dices a una persona que acaba de perder el trabajo o la casa, un hijo o un
cónyuge? ¿A alguien que está pasando un sufrimiento físico, emocional, mental o
espiritual? Romanos 12:15 nos exhorta a llorar con los que lloran. Debemos
consolarlos con nuestra presencia y nuestro amor. Dejar que Dios use nuestros
brazos para abrazarlos, nuestros oídos para escucharlos. “Bendito sea el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda
consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que
podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por
medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Co.
1:3-4).
A veces nos
apuramos demasiado en intentar “arreglar” y mejorar las cosas. He caído en esa
trampa. Muchas veces me he sorprendido intentando resolver los problemas de mis
amigos ofreciéndoles lo que pretendo que sean sugerencias útiles. “¿Has
pensado en esto? ¿Has probado con aquello? Tal vez si…”. A menudo derriban una
idea tras otra. Tienen un millón de razones por las cuales no funcionará nada
de lo que les digo. Pero sigo intentándolo, en lugar de entender el mensaje:
“Necesito tu compasión, no tus soluciones. Un oído que escucha, no una lista de
cosas que debo hacer”. No sé por qué me cuesta tanto captar eso, especialmente
si tengo en cuenta lo frustrante que me resulta cuando otras personas me hacen
lo mismo. Supongo que en verdad solo quiero ayudar, del mismo modo que otros
solo quieren ayudarme a mí. Pero hace algunos años, aprendí a ser franca con
mis amigos y mi familia, y a decirles: “Quizá más adelante te pida un consejo
sobre este tema; en este momento solo necesito que me escuches”. Ahora cuando
me hacen una confidencia, intento acordarme de preguntarles: “¿Cómo te puedo
ayudar con esto? ¿Estás buscando una caja de resonancia? ¿Quieres mis
sugerencias? ¿O estás buscando un hombro donde llorar? Lo que sea que
necesites, te lo daré”.
Estas son
solo algunas de las armas poderosas que tenemos a nuestra disposición en la
batalla encarnizada entre el bien y el mal, que se da a nuestro alrededor. Hay
muchas maneras en que podemos usar nuestras palabras para ayudar y traer
sanidad. Es posible que de este lado de la eternidad nunca sepamos el impacto
que han tenido en la vida de las personas a quienes afectamos, aunque a veces
Dios nos dé un atisbo, un vistazo por adelantado. ¡Qué privilegio tan
maravilloso ser su vasija, su voz! Impartir con palabras su vida, su amor, su
gozo y su paz al corazón de otra persona. Y en cierto sentido, es muy sencillo,
muy fácil. Cualquiera puede hacerlo. En cualquier momento. En cualquier lugar.
Sin
embargo, puede ser el reto de toda una vida domar la lengua, dominar este gran
poder, y aprender a usarla para el bien de manera sistemática. Puede exigir
una dedicación inmensa y un esfuerzo enorme de nuestra parte resistir la
tentación de nuestra inclinación egoísta, superar nuestra debilidad humana y
alcanzar el potencial que nos ha sido dado. Francamente, es imposible lograrlo
por nosotras mismas. Necesitamos que el Espíritu de Dios nos ayude. Y no solo
con las palabras que se nos escapan… sino con la fuente de esas palabras:
nuestro corazón.
Y en cierto
sentido, es muy sencillo, muy fácil. Cualquiera puede hacerlo. En cualquier
momento. En cualquier lugar. Sin embargo, puede ser el reto de toda una vida
domar la lengua, dominar este gran poder, y aprender a usarla para el bien de
manera sistemática. Puede exigir una dedicación inmensa y un esfuerzo enorme
de nuestra parte resistir la tentación de nuestra inclinación egoísta, superar
nuestra debilidad humana y alcanzar el potencial que nos ha sido dado.
Francamente, es imposible lograrlo por nosotras mismas. Necesitamos que el
Espíritu de Dios nos ayude. Y no solo con las palabras que se nos escapan… sino
con la fuente de esas palabras: nuestro corazón.
- Tomado
del libro Mujer, descubre el impacto y el poder de tus palabras, por Christin
Ditchfield. Publicado por Editorial Portavoz. Usado con permiso.
Fuente: Vida Cristiana
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