Leer 1 Pedro
3:8-17 | Una de las experiencias que
Raúl recuerda con mayor claridad fue la que vivió con su esposa en el instituto
de misiones. Él había terminado su especialidad en pediatría y con Clara, que
había cursado una maestría en psicopedagogía, se inscribieron para formarse
como misioneros.
Desde que
eran estudiantes habían acordado en la iglesia que sus profesiones las pondrían
al servicio de Dios y de la comunidad a dónde Él los guiara.
Un tarde,
el profesor de ética les dijo que irían a recibir la clase a un centro
comercial, en medio de la gente, pues la ética es para poner en práctica lo que
ya sabían en teoría.
Al llegar,
y cuando los alumnos descendían del automotor en el gran estacionamiento, una
dama que salía del vehículo de enfrente les gritó a oídos de todo el mundo que
ellos eran unos bendecidos de Dios, que los amaba, que gente así, que se
preocupaba por los demás y servían en el nombre del Señor, era la que ese país
necesitaba.
Y dicho eso
les mando varios besos, los bendijo y se fue. Durante tres horas recorrieron
los pasillos y observaron las vitrinas sin comprar nada. Luego el maestro les
pidió que regresaran al autobús para volver al instituto, mas cuando se
disponían a abordarlo, un caballero les gritó desde enfrente, a oídos de todo
el mundo, que ellos eran unos estúpidos vividores, sinvergüenzas, que dejaran
de estarle lavando la cabeza a la gente con sus tonterías y que personas como
ellas eran las que tenían al país en tan mala situación.
Algunos
estudiantes quisieron responderle, otros quisieron callarlo, y el mismo Raúl
quiso darle un puñetazo por irrespetuoso. Pero la orden fue subirse e irse en
silencio.
El viaje
fue como si vinieran de un funeral, nadie decía nada. Al entrar al aula de
clase… ¡sorpresa! Se encontraron a la señora que los había elogiado y al
caballero que los había insultado parados frente a la pizarra. Resultaron ser
actores de un grupo de teatro de una iglesia local.
Cada año
hacían la misma rutina para la cátedra de ética. Ese día dieron una exposición
maravillosa acerca de cómo un cristiano debe conducirse entre la comunidad a la
que sirve. La enseñanza fue muy clara:
“un regalo
sólo es nuestro hasta cuando lo aceptamos. No tenemos que recibir los insultos,
pero sí las voces de ánimo, aunque con cautela, pues el elogio para un servidor
de Dios puede ser más peligroso que un insulto”.
Enviado por
Nilda, Blog Corona de Vida
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