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ROMANOS 3.10-26 | El Creador puso a dos personas con almas puras en el huerto
del Edén, pero cuando Adán y Eva eligieron desobedecer, sus corazones se
volvieron pecaminosos. Dios les había dicho que el castigo por su pecado era la
muerte (Gn 2.17).
Los
primeros padres de la humanidad legaron su condición pecaminosa a todo el
género humano. Por eso, todos nacemos con un corazón en rebeldía contra Dios.
Al igual que un niño que desafía a sus padres tocando un objeto prohibido,
nosotros desobedecemos a nuestro Padre celestial porque preferimos seguir
nuestros propios deseos.
No es
nuestra mala conducta lo que nos condena, sino el hecho de que nuestra
naturaleza está corrompida. Nuestros hechos, sean buenos o malos, no son los
que determinan dónde pasaremos la eternidad. Aparte del Señor, nadie es justo;
ninguna persona ha hecho tanto bien que pueda ganarse un lugar en el cielo.
Pero el Padre celestial nos ama y quiere que vivamos con Él eternamente. Por
eso, antes de la creación del mundo, concibió una solución.
El plan de
redención era sencillo: tenía que hacerse un sacrificio perfecto por el pecado
de la humanidad, para que pudiéramos presentarnos sin mancha delante de un Dios
santo.
El
sacrificio fue Jesucristo, quien murió en la cruz, llevando todo nuestro
pecado. Cuando ponemos nuestra fe en Él como nuestro Salvador, nuestra
naturaleza “carnal” muere con Él. Y el Espíritu Santo viene a hacer nuevos
nuestros corazones para que podemos encontrar gozo en la obediencia a Dios.
¡Somos rescatados y hechos libres!
(En
Contacto)
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