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ISAÍAS 55.10-13 | Cuando Abraham tenía noventa y nueve años de edad, Dios le
prometió que su esposa tendría un hijo el año siguiente. La Biblia registra la
respuesta de Sara a la noticia: “Por eso, Sara se rió y pensó: ¿Acaso voy a
tener este placer, ahora que ya estoy consumida y mi esposo es tan viejo? (Gn
18.12 NVI). Su risa escéptica indicaba que no esperaba que el Señor cumpliera
su promesa.
El año
siguiente, cuando la promesa se cumplió con el nacimiento de Isaac, Sara dijo:
“Dios me ha hecho reír, y cualquiera que lo oyere, se reirá conmigo” (Gn 21.6).
Esta vez, su risa era una llena de gozo, como la que solamente surge de ver al
Señor cumpliendo extraordinariamente su palabra.
¿Puede
usted imaginarse la diferencia en su semblante en esas dos ocasiones? La
primera vez, el rostro de Sara debió parecer viejo, cansando, desalentado, y
dibujado por la incredulidad. Pero después, cuando contempló a su hijo, su
rostro debió haber estado transformado, todavía con arrugas, sin duda, pero
ahora con ojos radiantes, mejillas encendidas, y una gran sonrisa. Sara se
había vuelto joven de corazón. No solo había sido transformada, sino que
quienes estaban cerca de ella deben haberse unido a su risa contagiosa.
Lo que
sucedió con Sara, puede suceder también con nosotros: las cargas se sienten más
livianas y el mundo parece un lugar mejor y más amable cuando vemos a Dios
actuando entre nosotros. Y si estamos atentos a Él, hallaremos razones para
reír. La edad cronológica no define a la juventud; la actitud del corazón, sí.
(En
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