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Hebreos 10.1-14 | En el antiguo Israel, los sacerdotes ofrecían sacrificios
para expiar los pecados del pueblo. Específicamente, el sumo sacerdote entraba
una vez al año al lugar santísimo del templo para ofrecer un sacrificio que
absolvía a toda la nación de los pecados cometidos durante el año transcurrido.
Esta habitación, conocida como el Lugar Santísimo, era donde el Espíritu de
Dios moraba en aquellos días.
La muerte
de Jesús en la cruz y su resurrección cambiaron el sistema. Él se convirtió en
el Sumo Sacerdote, y el sacrificio fue su propia vida —una ofrenda lo
suficientemente poderosa como para pagar la deuda de la humanidad entera. Por
medio de Cristo, Dios hace santa a cualquier persona que pone su fe en Él como
Salvador. Jesucristo no tiene que morir cada año. Y a diferencia de los sumos
sacerdotes que podían entrar a la presencia de Dios solo una vez al año, Jesús
se sentó a la diestra del Padre, para permanecer en su santa presencia para
siempre. Allí, Él sigue haciendo su trabajo de Sumo Sacerdote, intercediendo a
favor de los creyentes cuando Satanás los acusa.
Dios
reconoció que, por nuestra humanidad, seguiríamos siendo débiles —aun después
de haber nacido de nuevo (Jn 3.3; 2 Co 12.9). Por tanto, su plan de rescate va
más allá de perdonar nuestros pecados. También envía su Espíritu Santo a morar
en cada creyente.
Jesucristo
ofreció un sacrificio perfecto para cubrir todos nuestros pecados, y ahora
sigue intercediendo por nosotros. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo que mora
en nosotros nos moldea para convertirnos en criaturas santas, al mismo tiempo
que nos ayuda a resistir la tentación.
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