viernes, 10 de enero de 2014

El Dios que rescata




 Leer | Hebreos 10.1-14 | En el antiguo Israel, los sacerdotes ofrecían sacrificios para expiar los pecados del pueblo. Específicamente, el sumo sacerdote entraba una vez al año al lugar santísimo del templo para ofrecer un sacrificio que absolvía a toda la nación de los pecados cometidos durante el año transcurrido. Esta habitación, conocida como el Lugar Santísimo, era donde el Espíritu de Dios moraba en aquellos días.

 La muerte de Jesús en la cruz y su resurrección cambiaron el sistema. Él se convirtió en el Sumo Sacerdote, y el sacrificio fue su propia vida —una ofrenda lo suficientemente poderosa como para pagar la deuda de la humanidad entera. Por medio de Cristo, Dios hace santa a cualquier persona que pone su fe en Él como Salvador. Jesucristo no tiene que morir cada año. Y a diferencia de los sumos sacerdotes que podían entrar a la presencia de Dios solo una vez al año, Jesús se sentó a la diestra del Padre, para permanecer en su santa presencia para siempre. Allí, Él sigue haciendo su trabajo de Sumo Sacerdote, intercediendo a favor de los creyentes cuando Satanás los acusa.

Dios reconoció que, por nuestra humanidad, seguiríamos siendo débiles —aun después de haber nacido de nuevo (Jn 3.3; 2 Co 12.9). Por tanto, su plan de rescate va más allá de perdonar nuestros pecados. También envía su Espíritu Santo a morar en cada creyente.

Jesucristo ofreció un sacrificio perfecto para cubrir todos nuestros pecados, y ahora sigue intercediendo por nosotros. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo que mora en nosotros nos moldea para convertirnos en criaturas santas, al mismo tiempo que nos ayuda a resistir la tentación.

(En Contacto)

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