Por Tony Woodlief | Ami fe nunca la ha ayudado el compararme con los
demás. Lamentablemente, esa verdad me ha hecho sentir envidia por las vidas de
las personas a quienes parece que todo les va bien —tienen buenos matrimonios,
hijos bien educados, trabajos estables, actitudes positivas. Observo lo bien
que viven, y me pregunto por qué no puedo ser como ellos.
Qué bueno debe ser
sentirse así, sin grandes preocupaciones o dudas, sin pecados secretos
carcomiéndonos el corazón, sin días y noches clamando a Dios con preguntas y
recibiendo como respuesta un silencio aterrador.
Lo que aprendemos, sin
embargo, cuando llegamos a conocer a personas aparentemente perfectas, es que
la fe de nadie es perfecta. Ellas también tienen luchas a pesar de sus rostros
felices, y de su intento por mantener sus dudas y sus pecados escondidos, por
tanto, no se sienten más cerca de la perfección que el resto de nosotros.
Cualquiera que piense
que se ha ocupado de su salvación de modo satisfactorio, de hecho, quien no
tiene “temor y temblor” (Filipenses 2.12), está aun más perdido que nosotros.
Ya que por lo menos, tenemos una conciencia que nos atormenta recordándonos la
gran división que hay entre nuestras vidas manchadas y la santidad de Dios.
Llamados
a caminar en la fe
Puesto que hay un gran abismo, pero cada uno de nosotros ha sido llamado
a andar por el camino de la santificación para encontrarse poco a poco con la
santidad de Dios. A veces, esto parece imposible, porque volvemos a caer —como
en mi caso— en el pecado persistente, las distracciones, y los sentimientos de
debilidad, inutilidad y agotamiento.
Sin embargo, somos
llamados a transitar por este camino pues fuimos creados para buenas obras “las
cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2.10).
Pero es un camino muy largo, ¿verdad? Un camino largo y agotador, y a veces
miramos atrás y lo único que vemos es el fracaso; miramos hacia adelante, e
imaginamos que encontraremos más fracasos; entonces le preguntamos a Dios:“¿Por
qué yo?¿Por qué has dispuesto que tantas personas dependan de mí?¿Por qué has
permitido que yo luche con este pecado?¿Por qué quieres que me mantenga por
este camino, cuando estoy tan cansado?”
Preguntamos por qué y
dónde. ¿Dónde, Señor, termina todo esto? ¿Cuál es tu propósito para esta
enfermedad, este desempleo, este hijo rebelde?
Varias veces he
tratado de negociar con Dios; le he pedido que me muestre a dónde estoy yendo,
para yo dejar de preguntar por qué. Un viaje puede parecer interminable cuando
no se tiene un mapa que diga qué tan cerca estamos del destino final.
La Biblia dice: “Y
sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos
8.28). Pero eso no significa que siempre sabemoscuándo vendrá el bien, o a
dónde nos llevará el embravecido río de la vida.
Así que, todos estamos
en una búsqueda. Algunos, buscando el camino que conocimos una vez, porque
perdimos el norte. Podemos estar asistiendo a la iglesia, a un grupo de estudio
bíblico y oración, o incluso estar leyendo la Biblia cada día, y aun así seguir
sintiéndonos perdidos.
Otros se pueden sentir perdidos, y
todo el mundo sabe que necesitamos ayuda, pero pensamos que estamos demasiado
cansados para hacer lo que tenemos que hacer. Demasiado cansado para resistir
el llamado de esa botella, de esa pornografía, o de esa relación incorrecta.
Nos sentimos demasiado cansados para orar, demasiado temerosos del silencio que
resulta de habernos distanciado de Dios. En lo más profundo de nosotros
seguimos buscando a Dios, aunque solo sea porque Él nos llama: “Mis ovejas oyen
mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Juan 10.27).
Nosotros, los que nos
sentimos perdidos, escuchamos el susurro de Dios y al mismo tiempo huimos de
él; queremos correr a los brazos de Dios, pero nos aterra hacerlo porque eso
significa que tendremos que renunciar a las vidas que hemos creado para
nosotros mismos.
¿Está
estancado en la fe?
Me he “estancado” en mi fe, y he estado perdido, y cada vez mi
inclinación ha sido culpar a Dios por no hablarme más claramente. Si solo me
dijera lo que quiere que yo haga —me digo a mí mismo—entonces lo haría, por
supuesto. Cuando mi corazón está en ese estado de testarudez, oro y leo la
Biblia por puro formalismo, pero eso no me hace ningún bien. No puedo escuchar
nada —absolutamente nada— y me digo a mí mismo la mentira de que Dios ha dejado
de hablar.
Cristo dice: “Mirad lo que oís;
porque con la medida con que medís, os será medido, y aun se os añadirá a
vosotros los que oís” (Marcos 4.24).
Estamos llamados a
recorrer un camino, y porque somos infieles tenemos la tendencia a detenernos,
al igual que niños testarudos, porque no podemos ver el final. Tal vez una
razón por la que no podamos ver más allá en el camino de la fe, es porque no
ponemos suficiente atención a donde nos encontramos ahora mismo. Oímos, nos
dice Cristo, cuando escuchamos. No podemos esperar tener una fe más grande, un
camino más claro, a menos que recibamos en nuestros corazones esas palabras de
Dios que ya entendemos.
Palabras como: “Amarás
a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12.31).
Palabras como: “De la manera que Cristo os
perdonó, así también hacedlo vosotros” (Colosenses 3.13).
Palabras como:
“Abrirás tu mano a tu hermano, al pobre y al menesteroso en tu tierra”
(Deuteronomio 15.11).
Algunos de nosotros
pedimos a gritos la dirección de Dios, pero no hemos tenido en cuenta las
lecciones que aprendimos en la Escuela Dominical. Hay tanta sabiduría en la
Biblia, tanta enseñanza de un Padre amoroso, pero no podremos escucharla hasta
que comencemos a prestar atención a las palabras que ya hemos recibido.
Muchas veces me he
parado en el camino, exigiendo saber de Dios cuál será mi próximo paso, sin
darme cuenta de que Él ya me lo ha indicado. Amar a mi prójimo. Visitar a los
presos. Dar de mi mismo a “estos más pequeños”. No sé cómo seguir adelante,
porque no sé cómo vivir debidamente donde me encuentro ahora. Estoy llamando a
gritos, pero cierro mis oídos a la respuesta. No soy capaz de oír, porque no
escucho.
Vivimos la vida a la
cual somos llamados, no teniendo la mirada fija en la distancia, preguntándonos
cuándo llegaremos “allá”, sino apreciando que el “allá” está “aquí”, así como
el reino de los cielos se ha acercado. El reino se ha acercado porque Cristo es
Emanuel —Dios con nosotros— lo que significa que no necesitamos llegar allá
porque Él ha venido aquí. Está aquí y está hablando.
(Estudios de Guerra espiritual)
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