Por Charles
F. Stanley | Si el nacimiento de alguien fue profetizado con miles de años de
antelación, y luego anunciado por una hueste celestial en la noche de su
llegada, ¿no consideraría usted este hecho sumamente importante? Sin embargo,
para muchas personas, la Navidad es simplemente una temporada para hacer
fiestas, decorar árboles y envolver regalos. Por supuesto, no hay nada de malo
con hacer estas cosas —a menos que sustituyan el verdadero significado de la
celebración.
La verdad
es que la Navidad es más que un evento; es una promesa dada a la humanidad que
tuvo su origen mucho antes del nacimiento del Señor Jesús. De hecho, Dios
planificó este acontecimiento desde antes de la fundación del mundo. Él sabía
de antemano cada detalle en cuanto al nacimiento, la vida y la muerte del niño
que vendría (1 P 1.20).
La primera
de una larga lista de promesas con respecto a este niño fue dada inmediatamente
después de que Adán y Eva pecaran. El Señor les dijo que la “simiente” de la
mujer heriría un día la cabeza de la serpiente (Gn 3.15). A pesar de que tomó
miles de años para que su Palabra se cumpliera, la “simiente” finalmente entró
al mundo en el momento preciso. Las profecías acerca del niño esperado se
encuentran a lo largo de todo el Antiguo Testamento, y con cada una de ellas,
adquirimos mayor entendimiento de quién es Él y lo que Dios nos ha prometido.
Cuando el
Señor escogió a Abraham para ser el padre de su nación elegida, prometió que en
él serían benditas todas las familias de la Tierra (Gn 12.3). Después, cuando
los descendientes de Abraham se multiplicaron, el Señor identificó a la tribu
de Judá como la línea por medio de la cual vendría ese Prometido. Finalmente,
reveló que David sería el antepasado del Rey de Israel que vendría.
“He aquí,
vienen días” —declara el Señor— “en que cumpliré la buena palabra que he
hablado a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquel
tiempo haré brotar de David un Renuevo justo, y El hará juicio y justicia en la
tierra” (Jer 33.14, 15 LBLA).
El profeta
Isaías ofreció más detalles cuando escribió: “He aquí que la virgen concebirá,
y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel” (Is 7.14). Puesto que este
nombre significa “Dios con nosotros”, el mismo está lleno de la promesa de la
presencia del Señor. Aunque Él ha estado siempre con su pueblo, ahora estaba
planeando morar con ellos de una manera muy especial: el Dios eterno del
universo iba a hacerse presente en el género humano por medio de un nacimiento
físico, para vivir en medio de su pueblo como hombre, sin dejar de ser Dios.
Emanuel estaría presente físicamente en la Tierra, caminando entre su pueblo,
revelándole al Padre, enseñándole verdades preciosas, mostrándole cómo vivir, y
sanando a los enfermos.
En aquella
oscura noche de la primera Navidad, estas antiguas promesas del Antiguo
Testamento se cumplieron. Sin embargo, ese no fue el final, pues cuando el Hijo
de Dios vino al mundo trajo más promesas a la humanidad. Incluso su nombre
contenía una promesa. Cuando José descubrió que María estaba encinta, un ángel
se le apareció en sueños, y le dijo: “El Niño que se ha engendrado en ella es
del Espíritu Santo. Y dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque
El salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1.20, 21 LBLA). El nombre Jesús es
la transliteración de Yeshua, que significa “Jehová es salvación”. Y eso es
exactamente lo que es el Hijo de Dios: el Salvador que vino a salvar a la
humanidad pecadora.
Cuando
Jesús se convirtió en adulto y comenzó su ministerio, Juan el Bautista lo
identificó como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1.29).
¡Qué descripción tan apropiada! Este fue el propósito de Jesús para venir a
morir como el Cordero inmolado, reconciliándonos de esa manera con Dios. Hasta
el lugar de su llegada fue el apropiado: el Cordero de Dios nació en un
establo, y el anuncio de su nacimiento fue dado a humildes pastores.
A lo largo
de todo su ministerio, Jesús hizo grandes promesas. Todos los que le recibieran
se convertirían en hijos de Dios (Jn 1.12). Jesús prometió también responder
las oraciones de sus seguidores cuando pidieran en su nombre y conforme a su
voluntad (Jn 14.13; 1 Jn 5.14, 15). Y dijo también que quienes se unieran a Él,
tendrían vidas fructíferas (Jn 15.5).
En cierta
ocasión, Jesús se autodenominó el pan de vida, y afirmó que cualquiera que
creyera en Él nunca más volvería a tener hambre ni sed jamás (6.35).
Obviamente, no estaba refiriéndose a la alimentación física, sino a su
capacidad de satisfacer los anhelos más profundos de nuestro corazón.
Cada año,
un sinnúmero de personas tienen la esperanza de que los festejos de Navidad
suplirán sus necesidades emocionales y físicas. Piensan que si adquieren los
regalos perfectos, decoran hermosamente las casas, y disfrutan de una armoniosa
reunión familiar, podrán llenar el vacío de sus corazones. Pero eso nunca
ocurrirá, a menos que acudan a Jesús. Él es el único que puede satisfacer
verdaderamente un alma necesitada.
Pero ¿cómo
puede alguien que nació hace miles de años mantener tal promesa? Aunque Jesús
dejó físicamente este mundo después de su muerte y resurrección, Él prometió a
sus discípulos que le pediría al Padre que enviara su Santo Espíritu para que
viviera en ellos por siempre (14.16-18). Y esta sigue siendo hoy su promesa a
todo creyente. Jesucristo no es solo nuestro Salvador; es nuestro Amigo,
Consolador y Guía constante que nunca nos desamparará, ni nos dejará.
Las
promesas de Cristo no son solo para esta vida, sino también para la muerte. La
Navidad puede ser especialmente difícil cuando uno ha perdido a un ser querido.
Todas las actividades que antes traían alegría,
ahora traen dolor y nostalgia. Pero Cristo nos promete que la muerte no
es el fin.
Cuando
Lázaro murió, Jesús dijo a su hermana Marta: “Yo soy la resurrección y la vida;
el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Jn 11.25). Es por esa razón que
Cristo vino —para vencer el pecado y la muerte. Ahora toda persona que cree en
Él tiene la promesa de vida eterna y de un cuerpo resucitado que nunca más
volverá a pecar ni a morir (1 Co 15.50-57).
En el
momento preciso, Él nos reunirá a todos y nos llevará al cielo, al lugar que ha
preparado para nosotros (Jn 14.1-3). No habrá más llanto, ni clamor, ni dolor
cuando por fin todas las promesas se cumplan.
En esta
Navidad, adore a Aquel que vino como bebé y murió como hombre para darle vida
eterna. Cuando vea los regalos, piense en el regalo de salvación que tiene para
usted. Y recuerde que la Navidad es una promesa personal —una promesa de
perdón, salvación y vida eterna. Si usted cree que Cristo salva, sin duda podrá
creer también todas las demás promesas que Él le ha hecho. “Porque todas las
promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la
gloria de Dios” (2 Co 1.20).
(Nuestro
Pan Diario)
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