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Mateo 26.36-46 | El sufrimiento de Jesús no comenzó con los latigazos que
recibió o con su lenta y agonizante marcha al Calvario. La Biblia nos dice que
el Señor sufrió durante sus oscuras horas en Getsemaní, el lugar en donde
“comenzó a entristecerse y a angustiarse” (Mt 26.37).
Sabiendo
que pronto se entregaría a sí mismo al inmenso horror de la cruz, Jesús aceptó
el asfixiante peso de todo lo que vendría. Las palabras que dijo a Pedro,
Jacobo y Juan revelan su agudo dolor: “Mi alma está muy triste, hasta la
muerte” (v. 38).
Este hecho
todavía nos deja estupefactos: Jesús, el Hijo de Dios, experimentó la
desesperación profunda —conoció cada temor humano, cada ansiedad. No hay
ninguna tentación o temor humanos que Jesús no experimentara.
El
evangelio de Juan resalta que Getsemaní era un huerto (18.1), y su narración
está llena de imágenes de la creación desde las primeras frases hasta las
escenas de la resurrección. El escritor, al parecer, quiere que conectemos al
Getsemaní con otro huerto, donde una serpiente abordó a Adán y Eva.
Juan quiere
estar seguro de que entendamos que, aunque ellos sucumbieron a la tentación,
Jesús no lo haría. Donde fallaron el primer hombre y la primera mujer, el Hijo
del Hombre triunfaría. Aunque nosotros sucumbimos bajo el peso del temor o de
la seducción del pecado, Jesús triunfa.
Pero antes
de la victoria hubo muerte, separación y fracaso aparente. Antes de la
resurrección, hubo un largo período donde parecía que la esperanza se había
disipado, donde uno se preguntaba si el amor había fracasado.
En el
huerto, mientras se acercaban las horas del mal, el corazón de Jesús se
derramaba. Nuestro Señor, en su desesperación, hizo lo que su alma sabía hacer:
Jesús oró, diciendo: “Padre mío, si es posible, pasa de mí esta copa...” (Mt
26.39). Jesús no se limitó a practicar su disciplina espiritual o a darnos un
ejemplo a imitar. En vez de eso, su alma había quedado al desnudo, y fue al
Único que puede estar con nosotros en tales profundidades. Jesús fue al Padre
celestial.
A veces
tendemos a pensar que la oración es solo un tiempo de calma e introspección.
Pero la oración nace a menudo de una simple necesidad. Cuando oramos, buscamos
dirección, y simplemente gritamos: “¡Socorro!”
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